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Acechadores de la crisis: sobre Carpa interdimensional

Mijail Mitrovic


En Carpa interdimensional (El Garajr, febrero 2020), Andrés Hare y Martín Rodríguez Miglio construyeron un pequeño espacio para exhibir poco más de treinta objetos recuperados por acechadores interdimensionales en sus derivas por otros mundos paralelos al nuestro. Además, editaron un catálogo -aun poco circulado- donde encontramos cada uno de los objetos que componen el lote RX – 325, comentados y clasificados según se trate de manufacturas, ejemplares de naturaleza, instrumentos científicos o cosas inclasificables. Sin saberlo, esta muestra planteó un ejercicio especulativo que hoy, bajo una situación que ha suspendido la tan mentada “normalidad” -incluyendo las dinámicas institucionales del arte-, parece haberse inscrito en la vida cotidiana: pensar en otros mundos. A veces lejanos y radicalmente distintos al que habitamos; otras veces más próximos, anunciados ya en algunas cosas que conocemos. Desde luego, la imaginación hoy siente todas las presiones de la coyuntura y se proyecta según la situación material en la que cada quien se encuentra, pero se proyecta de todos modos hacia algún lado.

En la carpa se nos ofrece un ejercicio que afirma la práctica artística como especulación sobre lo real y reúne a más de treinta artistas locales bajo la consigna de pensarse capaces, por un momento, de atravesar los límites de nuestra dimensión y traer un souvenir del viaje.[1] En diálogo con lo que la mayoría contó sobre sus exploraciones -algunos prefieren guardarse la experiencia para sí- Hare y Rodríguez Miglio se encargaron de escribir pequeños textos para el catálogo donde cada objeto queda más o menos especificado. La ausencia de texto en la muestra me hizo pensar en otros asuntos que ahora plantearé, para luego volver sobre el catálogo y cómo éste, lejos de cancelar nuestra percepción auténtica de las “obras en sí” -precioso tesoro que muchos creen preservar al separarlas de la palabra-, la amplifica. Tanto objetos como textos dan cuenta de la voluntad de la carpa por problematizar lo que usualmente entendemos como forma en el (o del) arte. Desde luego, sería provechoso el examen crítico de las instrucciones diseñadas, de la selección de participantes y de la factura final de los objetos, pero iré por otro camino. Hacia el final anotaré algunas preguntas que espero animen una discusión futura.



Fotografía de Martín Rodríguez Miglio



Lo primero de lo que hay que hablar es de la propia carpa, del espacio que define. Al entrar encontramos algunos objetos en el suelo, otros en estantes y algunos más cuelgan del techo. Cada uno tiene una etiqueta con un nombre y código, y la idea de esta marca se ubica en algún punto entre el etiquetado de una muestra científica y el de una mercancía. Tal vez el espacio del garaje no permitía apreciar la totalidad de la estructura construida -carpa- que albergaba los objetos, pero se trata de una forma de exhibir que bien podría montarse en cualquier lugar al aire libre más adelante. Cuando llaman “lote” al conjunto de objetos nuevamente se abren alternativas: puede tratarse de un cargamento de bienes recién bajados de un container, de un grupo de cosas que algo tienen en común y se presentan como tal, o bien de cosas reunidas para cierta venta -una subasta, por ejemplo-. Hay un sentido más básico, sin duda: un lote es el resultado de fraccionar algo mayor, de dividir una totalidad. ¿A qué totalidad apunta entonces este lote de objetos interdimensionales? Volveré sobre esto en un momento.

Un segundo asunto tiene que ver con los objetos, o mejor, con la mirada que se dirige hacia ellos. Al recorrer el espacio y detenerme en cada uno, fue inevitable preguntarme quién hizo qué. La lista de artistas participantes ya era conocida y fue difícil suspender sus nombres al mirar los anaqueles. Pese a que se diga que la noción de “estilo” está hoy desacreditada -mostrando una vez más cuan antojadizas son muchas teorías del arte contemporáneo-, lo que surge al observar la muestra es justamente el reconocimiento de los estilos que varios artistas han venido desarrollando en los últimos tiempos. Y aquí hay dos cosas importantes: primero, al consultar por quién está detrás de cada cosa es sorprendente cómo varios han incurrido en un logrado camuflaje -inclusive acercándose a cosas que otros participantes harían normalmente, agudizando el despiste-; segundo, al ver el conjunto aparece una especie de inventario de formas más o menos asentadas de producir arte contemporáneo. Desde el objeto encontrado hasta la extendida práctica de juntar cosas extrañas entre sí, a veces cerca al ready-made, lo que este inventario muestra es cuánto se ha habituado el arte contemporáneo a buscar que las obras sean objetos paradójicos -como las piensa Boris Groys en Art Power (2008)- que, sin embargo, en este montaje carecen del otro elemento consustancial a la obra de arte contemporáneo, según la compleja historia global que ha configurado su forma tal como aparece hoy en día, a saber, un suplemento discursivo -oral o escrito, curatorial o autoral, procesual o ficticio, descriptivo o narrativo, conceptual siempre-.



Fotografías de Martín Rodríguez Miglio


Por eso adelanté que el catálogo es clave para comprender la operación que instala la carpa sobre los objetos. Pero antes: es un síntoma a atender el que estos objetos vacilen entre ciertas formas estándar del arte contemporáneo y los estilos o marcas personales. Las formas recurrentes hablan de cierta intercambiabilidad de las obras, de cierta equivalencia que las indistingue y vuelve susceptibles de aparecer en algún meme del frente Avelina Lésper (sin ofender, claro está). La lista de artistas participantes, jalando en sentido opuesto, nos lleva a intentar reconocer quién hizo qué, sea para demostrar una percepción fina o bien para asignar valor, para mostrar (una vez más) que la célula de la economía del arte es un objeto que porta el valor de un nombre propio.





Entre las varias ideas que articulan el experimento orquestado por Hare y Rodríguez Miglio, la pregunta por cómo se genera el valor del arte es una de las que, a mi juicio, acompaña mejor cada instancia del proyecto. Desde ella, hay dos gestos importantes, ambos ligados a cómo tratar los objetos: en la muestra, el etiquetado de cada uno sin referencia a quien lo produjo frustra el ejercicio de jugar el juego de los nombres -divertido, sin duda, pero limitado-; en el catálogo, el comentario -ellos lo llaman “narrativa”, y lo traduzco como suplemento discursivo- que acompaña cada objeto nos aleja más de la costumbre (o pulsión) de mirar una exhibición de arte siempre en busca del nombre (la fuente del valor del arte, para decirlo en breve). Es decir, la carpa reúne artistas para hacer un experimento que ni en la sala ni en el catálogo les permite cosechar individualmente los frutos de su trabajo, pero los reúne para algo. Algo distinto a una exposición colectiva que, curadurías más, curadurías menos, es siempre una plataforma de visibilidad. Aquí hay algo raro, en apariencia poco conveniente para la inmediatez del mercado del arte, pero que vale la pena atender hasta el final.

Y así, llegamos al catálogo. Lejos de los nombres y contra la sensación de equivalencia e indistinción que genera la muestra, aquí todos los objetos se encuentran para crear cierta imagen de esa totalidad de la que hablé más arriba: la totalidad de mundos paralelos al nuestro. Si en la muestra cada objeto guarda el secreto de su procedencia, ahora éste se revela mediante una descripción. A algunos los acompaña un fragmento literario que proyecta aún más lo que, a mi juicio, es el fin de este ejercicio especulativo: imaginar, en base a los objetos que cada artista ofreció al experimento, la totalidad social -economía, política, cultura, pero también cuerpos y relaciones sociales- de la que cada cual es testimonio. La lectura del catálogo dará más luces sobre la sustancia o contenido de lo imaginado, pero es clave cómo los artistas participantes quedan reunidos bajo un quehacer común: ser quienes acechan otras dimensiones. Ahí tal vez asoma tímidamente una forma colectiva de hacer arte, o más ampliamente, de ejercitar una cierta imaginación colectiva.





Para terminar, algunas preguntas que abonan un futuro debate de carácter ideológico, del que no me he ocupado aquí: ¿En qué casos y bajo qué formas se cuela nuestra propia realidad en estos objetos interdimensionales? En su figuración de otros mundos, ¿qué resuelven estos objetos de nuestros propios impases? En su engañosa simplicidad, ¿qué impulsos utópicos nos venden? ¿Cómo la clase -como posición y como ideología que no siempre coincide con dicha posición- se impregna en la carpa y lo que alberga? Porque más allá del experimento inicial, el resultado es un conjunto de fragmentos utópicos o distópicos, según como se miren, que ineludiblemente dicen algo sobre cómo opera nuestra realidad, sobre cuáles son las tendencias que ahora mismo acechan y atraviesan nuestra sociedad. En un momento donde “lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer”, como dijo Gramsci alguna vez sobre las crisis, unos buenos puntos de referencia no están de más si queremos arrancarle a esta crisis los fundamentos de un mundo no solo nuevo, pues lo será de todos modos, sino mejor.



 

[1] La lista completa de acechadores incluye a: Miguel Aguirre, Iosu Aramburu, Marisabel Arias, Viviana Balcázar, Erik Bendix, Sebastián Cabrera, Jimena Chávez Delion, Benjamín Cieza, José María Denegri, Diego Fernandini, Katherinne Fiedler, Sylvia Fernández, Nicole Franchy, Huanchaco, Álvaro Icaza, Verónica Luyo, C. J. Chueca, Tete Leguía, Pierina Másquez, Valentina Maggiolo, Rafael Mayu Nolte, María Fernanda Morón, Almendra Otta, Gianfranco Piazzini, Santiago Quintanilla, Natalia Revilla, Fátima Rodrigo, Martin Rodríguez Miglio, Juan Salas, Gianine Tabja, Juan Diego Tobalina, Genietta Varsi y Elizabeth Vásquez.


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