Mark Fisher
Traducción: Matheus Calderón Torres
Cuando se nos dice que hemos de esmerarnos y prepararnos para un periodo de austeridad, bien podría perdonársenos el desconcierto. Y es que, ¿ la época que recientemente hemos atravesado no ha estado marcada por una cierta austeridad? Como ha señalado Franco Berardi, el momento neoliberal estuvo regido por una definición bastante restringida de la riqueza: una “proyección de tiempo destinada a ganar poder a través de la adquisición y el consumo”. El modelo de riqueza alternativa que Berardi propone (la “simple capacidad de disfrutar el mundo disponible en términos de tiempo, concentración y libertad”) se ha vuelto imposible para los trabajadores precarios, incansablemente acosados por los siempre encendidos aparatos de comunicación digitales.[1] No hay tiempo qué perder: cualquier momento no empleado en buscárselas (buscar ventas, buscar trabajo, buscar oportunidades) es tiempo desperdiciado.[2] Pero quizás este otro tipo de riqueza es también inaccesible a los súper-ricos, quienes llevan consigo sus laptops y smartphones en días feriados, quienes nunca están libres de revisar un correo electrónico, quienes son solo tan buenos como lo fue su último negocio, y cuya incesante agitación opera como un ejemplo estajanovita que el resto de nosotros se supone que debemos seguir.
Para Berardi, la consecuencia de toda esta inercia infernal es una reducción del erotismo; y erotismo se entiende no solo en el sentido estricto de contacto sexual, sino en el sentido amplio del arte del goce. Para los súper-ricos, el dinero no posee ningún valor de uso (de todas formas, tampoco tienen el tiempo para gastar el dinero que han acumulado). Sus salarios masivos funcionan como signos: un bono multimillonario puede parecer como una humillación si es menor que lo que un rival recibe. De manera similar, las casas de los súper-ricos no están hechas para que se viva en ellas: son objetos hechos para exhibirse, en donde la riqueza se marca a través del derroche evidente de espacio.
Como uno de los principales generadores de valor de signo [sign value], el diseño ha sido crucial en todo esto, y no deberíamos subestimar el papel que la cooptación del diseño jugó en el triunfo del neoliberalismo. El complemento “de diseñador” es hoy sinónimo de hipercapitalista, mientras que cualquier cosa anticapitalista (o no capitalista) es declarada monótona, funcional. La sarcástica acuñación del concepto de socialismo de diseñador en los años 80 buscaba sugerir que el “socialismo” y el “diseño” eran incompatibles: un socialista de diseñador era alguien que suscribía principios de izquierda pero consumía como capitalista. Owen Hatherley ha trabajado incansablemente para echar por tierra estos clichés. Desde su perspectiva, el diseño es un prisionero del capitalismo y no su fiel siervo. Mientras que el neoliberalismo se nos presenta con una situación en la que los ricos se retiran a recintos fuertemente protegidos y nos invitan a admirar sus diseños interiores, el “modernismo militante” que Hatherley excava y reconstituye implica visiones extravagantes del espacio público: “imaginen si… el parangón de los deseos inorgánicos del Siglo XX fuese un Moscú Delirante antes que Nueva York”.[3]
Diseñando el realismo capitalista
La destrucción del espacio público, tanto física como conceptual, ha sido fundamental para la austeridad libidinal del mundo neoliberal. La aparentemente anodina tragicomedia de Steven Spielberg del 2004, The Terminal [La Terminal], nos brinda una visión de este espacio público degradado. Libremente inspirada en el caso real de Mehran Karimi Nasseri, que pasó dieciocho años en el aeropuerto Charles de Gaulle de París, la película está protagonizada por Tom Hanks como Viktor Navorski, ciudadano del ficticio país de Krakozhia en Europa del Este.
Mientras Navorski vuela a los Estados Unidos, Krakozhia se ve envuelta en una revolución. Cuando aterriza en el aeropuerto JFK de Nueva York, Estados Unidos ya no reconoce a Krakozhia, y Navorski no tiene permitido ingresar a Estados Unidos. Navorski se ve sumido en un estado de suspensión (Spielberg haciendo de una suerte de Kafka light) en el que la ratificación de su condición de persona habilitada se pospone perpetuamente.
La importancia de The Terminal es la fantasía que la subyace: la idea de que, más allá del aeropuerto, hay unos Estados Unidos "reales" que se puede distinguir de la "artificialidad" de la terminal del aeropuerto, una tierra prometida a la que Navorski se ve impedido de entrar. Pero, ¿qué podría ser una introducción más auténtica a la cultura de los Estados Unidos que el hipercomercializado terminal de Spielberg, repleto de comercios de franquicias y toda la parafernalia semiótica de las corporaciones multinacionales? La terminal cumple una función similar para los Estados Unidos a la que, según Baudrillard, alguna vez cumplió Disneyland. Baudrillard argumentó célebremente que Disneyland fue presentado como imaginario para hacernos creer en la realidad del resto de los Estados Unidos: del mismo modo, el aeropuerto de Spielberg se presenta como no auténtico, como un (no) lugar de espera y suspensión, para garantizar la autenticidad de los Estados Unidos fuera de la terminal.
Set de filmación de The Terminal
Las resonancias baudrillardianas se multiplican cuando reflexionamos sobre el edificio mismo de la terminal. Como sugiere el título, la terminal es la verdadera estrella de la película. El autor detrás de la terminal sería el diseñador de producción de Spielberg, Alex McDowell. Su construcción fue una hazaña de diseño considerable, como explica el crítico de arquitectura Hugh Pearman:
"El JFK [el aeropuerto] de Spielberg no es el lugar real o incluso una réplica cercana de una de sus terminales, sino un conjunto construido a un costo enorme en un hangar en Palmdale, California. El diseñador de producción Alex McDowell produjo una terminal de tamaño completo y totalmente operativa derivada de una selección de aeropuertos estadounidenses y europeos. Se hace deliberadamente solo un poco más terminalista que la terminal real. Sus superficies son un poco más brillantes y frágiles, hay más escaleras mecánicas y pantallas de información de vuelo, un sistema de señalización aeroportuaria de diseño holandés de última generación, una verdadera alcazaba de tiendas y cafés conocidos, y por supuesto está la inevitable sección en proceso de reconstrucción, un universo paralelo para los personajes que habitan el lugar.
Lo interesante de la terminal de Spielberg es que, para funcionar de manera convincente, tuvo que construirse como un edificio real de tres pisos en lugar de como un conjunto endeble. Completo con 60,000 pies de pisos de granito y 35 comercios habituales, algunos con personal real al estilo Starbucks, tomó 20 semanas y 200 trabajadores para construirse. No hay realidad virtual para Spielberg aquí: lo que ves, aparte de las escenas empalmadas de aviones que se detienen afuera, es la realidad física. Como el interés amoroso del filme, Catherine Zeta-Jones comentó: "incluso olía como un aeropuerto"."[4]
El relato de Pearman sobre el diseño y la construcción de la terminal de Spielberg es una parábola del muy incomprendido concepto de Baudrillard de lo hiperreal. En lugar de ser definido por la desaparición de la realidad, como a veces se afirma engañosamente, lo hiperreal se caracteriza por un exceso claustrofóbico de realidad. El cambio puede ser imaginado, pero solo como una expansión metastásica de lo que ya existe. Así como la terminal de Spielberg es "un poco más terminalista que la terminal real", lo hiperreal es más real que lo real. Pearman tiene razón cuando observa que el JFK de Spielberg "no está ni cerca" del JFK real. De hecho, las diferencias entre el aeropuerto y la simulación de Spielberg son saltantes. Mientras que prácticamente cada encuadre de la película de Spielberg presenta un notorio logotipo corporativo, el JFK real es sorprendentemente espartano, con solo una modesta selección de comercios minoristas. Pero para que la simulación compuesta de Spielberg parezca realista, era necesario que incluyera muchos más espacios comerciales multinacionales que el JFK. The Terminal es, por lo tanto, un caso ejemplar de lo que en otro lugar he llamado realismo capitalista: una visión del mundo que supone que no hay alternativas plausibles, incluso imaginables, al capitalismo.[5] La aparición de marcas en The Terminal no es solo una cuestión de representación, de la misma manera que los comercios de la película estaban poblados por "personal real al estilo Starbucks", por lo que los logotipos corporativos son, naturalmente, logotipos reales. Al criticar a Spielberg por facilitar la intrusión de las corporaciones en la cultura, se pierde el punto obvio de que la cultura que representa Spielberg ya está saturada de significantes corporativos. En tal situación, el product placement, la inserción de productos, se convierte en una técnica de realismo, y el realismo necesariamente se convierte en publicidad.
Dialéctica del no-lugar
El hecho de que Navorski provenga de Europa del Este es, por supuesto, crucial. A pesar de haber sido anexado por el capitalismo hace más de dos décadas, Europa del Este todavía conlleva una sensación residual de estar fuera del capitalismo, en la imaginación de Hollywood al menos. El vagabundeo de Navorski por las galerías comerciales del aeropuerto sugiere una subsunción total por parte de los espacios homogéneos del capitalismo global: ahora, incluso el fantasma de un exterior está asimilado. La desaparición de Krakozhia representa la desaparición de todas las localidades, de todos los lugares. Además de ser una parábola sobre lo hiperreal, The Terminal también parece ejemplificar la discusión de Marc Augé sobre el no-lugar. Augé hace una distinción bien conocida entre el lugar antropológico —pequeños pueblos con plazas de mercado, villas con prados— y los no-lugares —zonas de tránsito como parques comerciales, hoteles y, por supuesto, aeropuertos—. El hecho de que tales espacios sean cada vez más intercambiables (y, después de todo, la terminal del aeropuerto de Spielberg no es más que un parque comercial multinivel) parece reforzar el punto de Augé.
Sin embargo, deberíamos resistirnos a cualquier abordaje reaccionario de la tipología de Augé, no solo porque las apelaciones a la tradición y a lo local tienen un tono intrínsecamente reaccionario, sino también porque el anticapitalismo continuará fracasando si no cuenta con el tirón libidinal del no-lugar. J. G. Ballard entendió muy bien el atractivo del no-lugar. Su edificio favorito en Londres fue el hotel Hilton 1992 de Michael Manser en el aeropuerto de Heathrow: una losa de estilo internacional con un vertiginoso atrio de cristal. 'Sentado en su atrio, uno se convierte, brevemente, en un tipo de ser humano más avanzado', le dijo a Hans Ulrich Obrist en 2003, haciéndose eco del mensaje de Marc Augé de que los antisépticos no-lugares, en particular hoteles y aeropuertos, nos dan un vistazo de una anónima ciudad-mundo futura... En espacios intermedios y no-lugares, Ballard vio una arquitectura que apelaba a lo inmediato aquí y ahora, al instante en tanto opuesto al inclinarse hacia una posteridad abstracta o una idea del gusto. Estamos en nuestra máxima libertad en el no-lugar, el atrio, la sala de embarque, en la autopista".[6]
La intuición de Ballard de que somos más libres en el no-lugar hace eco de las opiniones de nada menos que L. M. Sabsovich, uno de los primeros planificadores soviéticos, que imaginó la futura sociedad comunista como una serie de no-lugares:
"En la visión de Sabsovich, la vida comunitaria reemplaza al hogar privado debilitante y derrochador, un "flagelo que deforma las vidas de adultos y niños por igual"...
¿Los objetivos del comunalismo? Liberar a todos los trabajadores (especialmente a las mujeres) de la responsabilidad de satisfacer las necesidades diarias y de la obligación privada de la crianza de los hijos y la educación, hacer que la mujer sea igual al hombre abriéndole las puertas de su cárcel doméstica, liberar energías para satisfacer las necesidades individuales y la vida colectiva, mejorar la salud de los niños, elevar el nivel cultural de todas las personas y poner fin a la distinción entre trabajo manual y cerebral. ¿Los medios? La "industrialización" de todas las tareas previamente realizadas, por separado y de manera inútil, dentro del hogar "pequeñoburgués". Sobre la base de toda la tradición de los sueños socialistas del colectivismo doméstico, Sabsovich imaginó la coordinación de todas las operaciones de producción de alimentos para transformar los productos alimenticios crudos en comidas completas, entregables a la población en cafeterías urbanas, comedores comunitarios y lugares de trabajo en modo "listo para comer" mediante contenedores de termo. Sin compras de comida, sin cocinar, sin comidas en el hogar, sin cocinas. La industrialización similar de lavado, sastrería, reparación e incluso limpieza de la casa (con electrodomésticos) permitiría a cada persona un cuarto para vivir y para dormir, libre de toda preocupación por la manutención. Rusia, de hecho, se convertiría en una vasta cadena de hoteles gratuita."[7]
Set de filmación de The Terminal
Si adoptamos la perspectiva de Sabsovich por un momento, podemos ver el capitalismo tardío, con sus comidas preparadas de mala calidad, cafeterías de franquicia deprimentes, mecanismos de cuidado infantil inadecuados y caros, y unidades familiares desintegradas, como un intento ciego y tambaleante de lograr lo que Sabsovich planeó. En el espíritu de la llamativa sugerencia de Fredric Jameson de que hay posibilidades utópicas en algo tan supercapitalista como WaI-Mart,[8] es posible argumentar que, lejos de señalar el triunfo final del capitalismo corporativo, el éxito de algo como Starbucks (que ha proliferado a través de calles y parques comerciales con toda la implacabilidad de un supervirus comercial) es testimonio de un deseo frustrado de comunismo. Es sorprendente, de hecho, cuánto los ataques cliché a Starbucks hacen eco de las caricaturas del comunismo: ambos están condenados por su homogeneidad, por su replicabilidad genérica. ¿Qué pasaría si los deseos que atiende Starbucks no fueran otra cosa que los deseos de un espacio público que el neoliberalismo ha desmantelado al nivel de la ideología pero que el capitalismo ahora se ve obligado a reconstruir en forma desautorizada? Después de todo, lo que se busca en Starbucks tiene poco que ver con el capitalismo o el consumismo: los placeres aquí tienen que ver con la previsibilidad y el anonimato de los espacios estandarizados. Muchos, de hecho, van a Starbucks debido a sus baños públicos, y no puede ser un accidente que Starbucks haya alcanzado popularidad tras el declive de los servicios públicos bajo el neoliberalismo.
En condiciones donde el mundo está cada vez más dominado por las mismas pocas cadenas multinacionales, es difícil argumentar que el capitalismo está brindando la diversidad o la alternativa que promete. Pero la pobreza de experiencias en tales espacios hace que la tarea de revivificar el espacio público parezca sorprendentemente fácil. La propia homogeneidad del espacio de la cadena corporativa nos obliga a imaginar una forma superior de homogeneidad: una diseñada para el disfrute público en lugar del beneficio corporativo. ¿Seguramente es posible imaginar espacios estandarizados (no-lugares públicos) que estén mucho mejor diseñados que los que actualmente aguantamos? En cualquier caso, este es el proyecto que el comunismo de diseñador debe emprender.
[*] Texto original: Mark Fisher, “Designer Communism: non-places as utopia”, en Christopher Williams, The Production Line of Happiness. Londres: David Zwirner, 2013.
[1] Ivor Southwood, Non-Stop Inertia. Alresford: Zer0 books, 2011, p. 15. [2] Franco Berardi, The Soul At Work: From Alienation To Autonomy. Los Ángeles: Semiotext(e), 2009, p. 81. [3] Owen Hatherley, Militant Modernism. Alresford: Zer0 books, 2008, p. 61. [4] Hugh Pearman, “The Terminal: not just a movie but architecture at extremes”. Disponible en: http://www.hughpearman.com/articles5/airports2.html. [5] Ver: Mark Fisher, Capitalist Realism: Is there no alternative?. Alresford: Zer0 books, 2009.
[6] William Wiles, "JG Ballard", ICON ,Julio 2009. Disponible en: https://www.iconeye.com/opinion/icon-of-the-month/item/4052-jg-ballard [7] Richard Stites, Revolutionary Dreams: Utopian vision and Experimental Life in the Russian Revolution. Oxford: Oxford University Press, 1989, p.12 [énfasis añadido]. [8] Ver: Fredric Jameson, "Utopia as Replication”, en Valences of the Dialectic. Londres: Verso, 2010.
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