José María Durán
En el modo de producción capitalista las crisis suponen una buena oportunidad para la valorización de nuevos capitales. Cuando Schumpeter hablaba acerca del capitalismo sujeto a un constante proceso de “destrucción creativa” hacía referencia a una dinámica interna de “mutaciones” que revolucionan la estructura económica. Uno de sus modos de operar es a través de la competencia, que golpea los cimientos de las empresas cuando una transformación en los métodos de producción o en la organización del trabajo revoluciona los costes o la calidad de las mercancías que se producen. Los competidores del pequeño comercio, continúa el economista austriaco, no son más tiendas, sino las grandes superficies comerciales, las cadenas y los servicios de pedido por correo. Hoy nos estaríamos refiriendo a Amazon, por ejemplo.[1]
La pandemia global de la COVID-19 ha puesto al descubierto uno de esos procesos de destrucción creativa que, sin embargo, ya estaba en marcha desde hace mucho antes. Lo que ha cambiado ahora es que la emergencia sanitaria le ha servido a la política para desencadenar una transferencia de valor disimulada como necesidad pública. Cuando leemos o escuchamos que el futuro ya está aquí, hemos de pensar que se está sancionando un modo de vida, trabajo y valorización al que la excusa de la pandemia le ha venido como anillo al dedo.[2] No nos debería sorprender.
Mierle L. Ukeles. Washing, 1974. Captura de pantalla tomada de Artsy.net
Mientras la destrucción de empleo es palpable en todos los sectores de la economía tradicional, herramientas relativamente nuevas se han erigido protagonistas con la digitalización obligada de la producción. Servicios de almacenamiento digital y computación en la nube (Google Drive, Amazon Drive, Dropbox, iCloud, OneDrive), los servicios instantáneos de mensajería como Slack, la herramienta de videoconferencias Zoom y su competidor desde Microsoft, Microsoft Teams, así como las empresas de distribución online como Amazon o Netflix… todas han experimentado un espectacular crecimiento de su valor de mercado; mientras que los trabajos de almacenaje, reparto y limpieza, los maintenance jobs a los que se refería Mierle L. Ukeles a finales de los años sesenta del siglo pasado,[3] se precarizan aún más. La riqueza acumulada por Jeff Bezos es hoy insultante. La pobreza de unos supone el enriquecimiento de otros, no hay nada nuevo en ello. La recuperación económica se espera ya sobre esta base, no hay vuelta atrás.
Por otra parte, las plataformas de difusión digital libre de contenidos como Facebook (Facebook, Instagram y WhatsApp), YouTube, Twitter, Pinterest o TikTok junto a los servicios de streaming musical han sido las grandes beneficiadas del confinamiento generalizado. Todas suponen la monetización de las relaciones interpersonales. Recientemente, The Trichordist publicaba un informe en el que se hacían explícitos los pagos por reproducción a los autores en las principales plataformas de streaming musical (Spotify, Apple Music, YouTube, Deezer, Amazon Music, Google Play…) revelando la extrema precariedad del sector. La cantidad de reproducciones necesarias para cobrar unas migajas es simplemente absurda.[4]
La promesa de la transformación digital (tecnologías inteligentes, inteligencia artificial, internet de las cosas, cloud computing) ha sido el cuento de la gallina de los huevos de oro.[5] Eficacia y productividad… pero, ¿para qué, o para quién? Hoy sabemos que trabajamos más y peor, estamos más estresados y cobramos menos. Cada transformación tecnológica del modo de producción ha perfeccionado los sistemas de control y disciplina social. Esta es la historia que los aceleracionistas así como los partidarios del Fully Automated Luxury Communism (FALC) no nos han querido contar. La propuesta de Bastani, según la cual la sociedad del lujo y de la felicidad se ha de alcanzar mediante la completa automatización de los procesos productivos que estarían bajo el control comunitario de los medios de producción, es una más de entre las muchas fallidas promesas reformistas para liberarnos del trabajo.[6] Pero ¿por qué deberíamos dejar de trabajar en primer lugar? A este respecto, las ideas de William Morris acerca del trabajo en la sociedad postcapitalista continúan siendo de actualidad. Morris reformula el trabajo como placer comunitario.[7] Además, no deja de ser sospechoso que todas estas utopías liberadoras se centren más en el cambio tecnológico que en la praxis revolucionaria, que Morris tenía, sin embargo, muy presente. Marx escribía en la Miseria de la filosofía que estos socialistas utópicos lo que realmente quieren es dejar en paz a la vieja sociedad para poder entrar mejor en la sociedad nueva que tienen preparada con tanta previsión.[8]
El cambio tecnológico nunca es simplemente tecnológico. En nuestra realidad capitalista se trata de una forma de expandir la creación de valor y optimizar la explotación del trabajo y, por tanto, una agresión constante a, y una manera de desarmar, la clase trabajadora, la asalariada y la no asalariada, la productiva y la improductiva. Marx decía que el ingenio capitalista no ha hecho otra cosa que dedicarse a suministrar al capital armas contra la rebelión de las trabajadoras.
Las tecnologías de confinamiento forzado para obligarnos a trabajar se han venido perfeccionando desde los tiempos de los barcos de esclavos[9] pasando por instituciones totales como las workhouses victorianas o el sistema penitenciario hasta el teletrabajo hoy.[10] Una de las consecuencias más funestas del teletrabajo es su terrible impacto medioambiental. El coste energético de la economía digital es una catástrofe.[11] Los Apalaches continúan suministrando carbón y dotando de energía a los centros de procesamiento de datos de Facebook, Google y Apple; aunque la estratégica situación geográfica de Noruega le ha servido para haberse convertido en el destino preferido de estos data centers. Refrigeración a coste cero con una política impositiva muy favorable. Sin embargo, dentro de poco ya no habrá lugar en el mundo en el que haga frío suficiente. La poética metáfora de la computación en la nube esconde una nube enorme de gases nocivos. Crear valor a costa de destruir las fuentes del valor: el planeta y los seres humanos, en ello se resume la historia del capitalismo.
Internet, que había nacido como un proyecto con funciones militares-estratégicas, fue concebido por sus primeros desarrolladores así como por los pioneros del llamado net.art como un espacio no jerárquico, rizomático y de libre acceso.[12] Eso fue antes de su comercialización y homogenización, con los buscadores dominando y manipulando a través del algoritmo.
Los servicios que en un principio eran libres se han ido monetizando a la par que los trabajos de computación, en internet y la world wide web se han ido integrando en la cadena de creación de valor. Es decir, la libertad ha ido dejando de ser tal a medida que el trabajo se ha ido transformando en trabajo abstracto. Esta evolución se observa muy bien en las discusiones en torno al software libre.[13] La world wide web ha sido el último espacio común en ser sujeto a la ley del valor basada en la propiedad privada de los medios de producción. La cuestión ha sido siempre la de crear cercados que impidan el usufructo libre y común de los contenidos. A nuestros dispositivos digitales Stallman los llama ordenadores-cárcel. Volvemos al lado disciplinario de la economía política.
Así pues, siendo conscientes de la gran maquinaria de creación de valor y plusvalía en la que se ha convertido la world wide web, se impone una reflexión acerca de su papel como medio social para nuestras creaciones. Me parece importante reflexionar acerca del espacio que como artistas tenemos a nuestra disposición, ya se llame Instagram, Zoom o Spotify; y me refiero a una percepción del espacio digital como esfera pública y de lucha. La ilusión es creer que estas herramientas cumplen con una necesidad social. La esfera pública burguesa se caracteriza por organizarse al servicio de las necesidades particulares del capital, aunque se muestre como la realización de las necesidades sociales generales. “Este aspecto de la esfera pública”, escriben Negt y Kluge, “ha de manufacturar la apariencia de una voluntad colectiva, de un contexto significativo que acoge a todo el mundo junto a la ilusión de participación por parte de todos los miembros de la sociedad. Es uno de los momentos fundacionales de la disciplina social.”[14] En este sentido, las herramientas digitales no solo forman parte de la economía del valor, sino que funcionan también como un mecanismo ideológico.
Ahora que se nos obliga a tener perfiles profesionales en Facebook, LinkedIn…, colgar nuestra carpeta de trabajos con el fin de crear red y distribuir las obras en Instagram,[15] pudiendo hacer un directo para las colegas de vez en cuando, se impone la pregunta, ¿qué hacer? El llamado de las artistas brasileñas Jablonski y Leite[16] va al centro de este problema. Sostienen que el sistema del arte en la red no hace sino reproducir los modelos y las prácticas que ya se venían denunciando antes. Poco ha cambiado y el intercambio entre capital simbólico y dinero sigue ocurriendo sobre la base de la gratuidad del trabajo artístico. Tal vez, lo único correcto sería dejar de suministrar y difundir contenidos en unas plataformas para las que nos hemos convertido en herramientas; es decir, no son herramientas para nosotras, sino que nosotras somos sus herramientas. Nosotras somos las que producimos el contenido como prosumidoras y sin nuestro trabajo no tendrían sentido.
Richard Prince. Joke, Girlfriend, Cowboy, 2001. Captura pantalla de Artsy.net.
La discusión en torno a nuestro rol como consumidoras productivas o prosumidoras en las redes sociales, es decir, como productoras y distribuidoras de contenidos monetizados por las empresas es sumamente importante.[17] Aunque no es fácil discernir si estamos creando valor, en un sentido capitalista, cuando subimos una nueva foto de perfil de Instagram o compartimos contenido en Facebook. No obstante, de lo que sí somos conscientes es de que estamos creando valor social a partir del cual otros extraen un beneficio. Dave Beech hace una crítica muy certera a los argumentos de Fuchs acerca de la explotación y la creación de plusvalía en la red. Beech se vale de Marx y afirma que del hecho de que, por ejemplo, Facebook extraiga valor de nuestros contenidos, no se desprende que nos hayamos convertido en productoras al servicio de Facebook; de lo contrario, toda consumidora sería en realidad una trabajadora explotada no remunerada.[18] Pero la cuestión sigue abierta acerca de las ganancias que estas grandes corporaciones extraen del uso que hacemos de sus redes sociales, un uso que es en apariencia gratuito y común. Quizás deberíamos dejar de difundir nuestros trabajos en estas plataformas digitales, pero ¿cómo renunciar al escaparate?
¿Realmente necesitamos más views, likes y thumbs up?, se preguntan Jablonski y Leite. Su llamado propone “dejar de producir por un tiempo” y recapacitar:
“[P]odemos aprovechar la interrupción forzada de las actividades para reflexionar sobre nuestra supuesta normalidad. Y formular preguntas sencillas sobre prácticas naturalizadas en el pasado, tales como: ¿era realmente necesario producir tanto? ¿exponer tanto? ¿exponerse tanto? Pero también para proyectarnos en el futuro, en esta reanudación ya anticipada: al final de la cuarentena, ¿cuánto habrán contribuido estas dinámicas de visibilidad con la capitalización de la tragedia que estamos viviendo? Y, en este caso, ¿a quién habrán beneficiado? ¿Y a quién no?”
El llamado se sitúa en un contexto que ha tenido cierta resonancia en los últimos años. Me refiero a prácticas de boicot al mundo del arte.[19] Aunque no se trata de un fenómeno nuevo,[20] el boicot al mundo del arte no es un boicot al arte, es decir, no se trata de abandonar el trabajo sino de cuestionar dónde y para quién trabajamos. Ha supuesto impugnar un sistema económica, política y socialmente injusto, denunciar su connivencia con el neoliberalismo corporativo, su racismo y clasismo. Este rechazo nunca ha resultado en silencio. Al fin y al cabo, como escribía Fanon, quedarnos callados y observando nos hace culpables. Los paralelos con el llamado de Jablonski y Leite son evidentes.
Habiendo crecido en los años setenta del siglo pasado, una década políticamente convulsa para las luchas obreras, cuando huelgas, boicots y manifestaciones aún tenían un significado de clase y en su horizonte se mantenía la retórica de la apropiación de los medios de producción, quiero proponer una aproximación dialéctica a esta cuestión del ¿qué hacer con nuestra participación en la red? ¿Será cuestión de apropiarse de los medios de producción, o de crear medios alternativos?
El campo de las relaciones interpersonales ha sido completamente violentado y la agresión a los últimos resquicios de las libertades es constante, sobre todo en el sur global. Como artistas tenemos una responsabilidad política ante lo que está aconteciendo y la sociedad espera que usemos los medios que tenemos a nuestra disposición de una manera responsable. En este sentido, no es mi intención ofrecer recetas, ni decirles a las artistas qué es lo que tienen que hacer, sino apuntar aquello que el método dialéctico puede ofrecer.[21]
Los espacios virtuales no son neutrales, como no lo es el white cube, sino que les pertenece una lógica de exhibición que es económica (rentas) y política (el algoritmo). Además, son espacios privados. Debemos dejar de tratarlos como un soporte invisible y traerlos al primer plano de nuestra práctica para que sus contradicciones se nos hagan presentes, como fue el caso de la obra de Mierle L. Ukeles -quien fue capaz de cargar el espacio expositivo con la dialéctica de la lucha de clases, no solo desde la perspectiva de la economía política sino también de la dominación patriarcal. Se trata, por tanto, de poner en práctica contradicciones que quebranten la aparente unidad y armonía del sistema.
Bertolt Brecht era muy consciente de ello en sus montajes. Escribía que cuando la actriz agarraba, por ejemplo, una silla, no podemos ignorar que la silla es una mercancía producida bajo condiciones de explotación del trabajo, y este hecho debe ser activado.[22] Lo mismo podemos hacer cuando exponemos nuestras obras en la esfera pública. Se trata de activar las contradicciones inherentes a las relaciones de producción y distribución en las que se ubica la obra. Augusto Boal lo ilustra muy bien como el conflicto entre la poética subjetivo-transcendental de Hegel y la poética dialéctica de Brecht, que es su antagonista. Si en Hegel son decisivos los impulsos espirituales, en Brecht el sujeto son siempre las fuerzas económicas.[23] De esta manera, estaríamos introduciendo la dialéctica de la lucha de clases en el interior del sistema.
Thomas Hirschhorn. Early Call, 2003. Captura de pantalla tomada de Artsy.net
En una famosa carta de Engels fechada en 1867, éste le sugería a Marx que debería “anticipar” las objeciones que habrían de surgir a raíz de su explicación de la relación entre plusvalía y salarios, a lo que Marx le contesta que si las rebatía por adelantado ello significaba echar a perder el método dialéctico. La cuestión es que lo que caracteriza al método dialéctico, continuaba Marx, es que “pone trampas” constantemente. Es decir, se introducen elementos perturbadores e interrupciones, actitudes iconoclastas, por ejemplo, que crean fisuras. Se trata, por así decirlo, de actualizar el método brechtiano del distanciamiento, que hace que la estructura continuamente se tope con sus propios límites. De esta manera, superamos el efecto emocional tan presente en las exposiciones corporativas, ya se trate de una instalación de James Turrell (muy apreciado en Instagram), Ólafur Elíasson o Yayoi Kusama, la artista japonesa recientemente recuperada como trending topic del arte en las redes, para que la obra se convierta en un proceso de cuestionamiento que hace posible la acción, la praxis revolucionaria.[24]
A este respecto, y esta es una cuestión abierta, desconfío de la obra “social” de Thomas Hirschhorn y sus monumentos, con su retórica del artista que pide ayuda a los marginados; y, sin embargo, me siento mucho más cercano a las travesuras de Richard Prince, a quien considero uno de los grandes iconoclastas de nuestro tiempo.
* “No hay épica; estamos en casa esperando a que pase el chaparrón”, entrevista a Eduardo Mendoza, https://elpais.com/cultura/2020-05-17/eduardo-mendoza-no-hay-epica-estamos-en-casa-esperando-a-que-pase-el-chaparron.html. [1] Joseph A. Schumpeter, Capitalism, Socialism and Democracy, Harper & Brothers, Nueva York, 1942, pp. 81-86. [2] Como nos lo demuestra el ministro de Universidades en España Manuel Castells, un lobo neoliberal con piel de cordero; https://www.elsaltodiario.com/elsacapuntas/el-ministro-castells-el-tecnocrata-hippie-y-sus-planes-neoliberales-para-desmontar-la-universidad-publica [3] J.M. Durán, “Artistic Labour as a Form of Class Solidarity and Contributive Justice. Revisiting Mierle Laderman Ukeles’s Work”, https://parsejournal.com/article/artistic-labour-as-a-form-of-class-solidarity-and-contributive-justice-revisiting-mierle-laderman-ukeless-work/. [4] https://thetrichordist.com/2020/03/05/2019-2020-streaming-price-bible-youtube-is-still-the-1-problem-to-solve/. [5] Jeremy Rifkin, The Zero Marginal Cost Society. The Internet of Things, the Collaborative Commons, and the Eclipse of Capitalism, St. Martin’s Griffin, Nueva York, 2015. [6] Aaron Bastani, Fully Automated Luxury Communism, Verso, Londres, 2019. [7] Dos conceptos de la crítica de la economía política son aquí de enorme importancia y deben ser cuidadosamente analizados: la idea de tiempo disponible y una crítica al tiempo de trabajo socialmente necesario. Ver J.M. Durán, “Trabajo y comunismo en William Morris”, en William Morris: trabajo y comunismo, Maia, Madrid, 2014 y “Praxeología anarcocapitalista y la teoría subjetiva del valor”, en PSJM & J.M. Durán, Mercado Total, Aural, Alicante, 2015, pp. 59-66 en relación al concepto de trabajo atractivo. [8] https://www.marxists.org/espanol/m-e/1847/miseria/005.htm. [9] Peter Linebaugh & Marcus Rediker, The Many-Headed Hydra. Sailors, Slaves, Commoners, and the Hidden History of the Revolutionary Atlantic, Beacon Press, Boston, 2000. [10] El crecimiento de la economía capitalista, escribía Foucault, exige modalidades específicas de poder disciplinario; y a los procedimientos de acumulación de capital le corresponden procedimientos de acumulación de fuerza de trabajo. Michel Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI, Madrid, 1996, pp. 223-224. Cf. Simone Browne, Dark Matters. On the Surveillance of Blackness, Duke University Press, Durham, 2015. [11] Se calcula que en 2018 el tráfico online de video supuso 300 millones de toneladas de CO2, lo que sería equivalente a lo que España produce durante un año si combinamos todos los sectores. [12] Ver, https://anthology.rhizome.org/. [13] Richard Stallman, “Liberar el software”, New Left Review 113, Nov/Dic 2018, 71-98. [14] Oskar Negt y Alexander Kluge, Public Sphere and Experience. Toward an Analysis of the Bourgeois and Proletarian Public Sphere, University of Minnesota Press, Minneapolis, p. 56. El análisis de Negt y Kluge es sumamente tendencioso para un cierto progresismo antimarxista para el cual marxismo es igual a determinismo económico. Cf. Oliver Marchart, Conflictual Aesthetics. Artistic Activism and the Public Sphere, Sternberg Press, Berlín, 2019. En referencia al análisis crítico de Rosalyn Deutsche en Evictions (MIT 1996), Marchart afirma la necesidad de un cambio de paradigma que deje atrás el economicismo marxista y la sociología para incluir la teoría política; ibíd., p. 104. Así pues, el problema de los discursos acerca del arte y la esfera pública sería su exceso de marxismo, es decir, su perspectiva económico determinista. La miopía teórica de Marchart no deja de sorprenderme. [15] La instagramización del espacio expositivo (y de la obra de arte también) convertido en una factoría de selfies es una realidad y el perfecto patio de juegos para los intereses corporativos. [16] Daniel Jablonski y Flora Leite, “Paren la competencia ya”, https://www.mañana.pe/post/paren-la-competencia-ya. [17] Christian Fuchs, Digital Labour and Karl Marx, Routledge, Londres y Nueva York, 2014. [18] Dave Beech, Art and Postcapitalism: Aesthetic Labour, Automation and Value Production, Pluto Press, Londres, 2019. [19] Cf. Dave Beech, “Notes on the art boycott”, en J. Warsza (ed.), I cant’t work like this. A reader on recent boycotts and contemporary art, Sternberg Press, Berlin, 2017. [20] Ver, Gregory Sholette, “Art out of joint: artists’ activism before and after the cultural turn”, en ibíd. [21] J.M. Durán, “El soberano-ilusionista y el artista dialéctico”, http://barahunda.net/el-soberano-ilusionista-y-el-artista-dialectico-apuntes-acerca-del-pueblo-la-clase-y-la-multitud-desde-la-perspectiva-de-una-teoria-politica-critica-del-arte-politico-jose-maria-duran-medrano/. [22] Otto Neurath, el filósofo marxista austriaco y miembro de Círculo de Viena, reformula el museo en este sentido: el museo social, en el que las cuestiones económicas, políticas y artísticas son puestas en relación y ninguna obra es mostrada sin el contexto de su vida social. O. Neurath, “Museums of the future”, Empiricism and Sociology, D Reidel Publishing Company, Dordrecht, 1973, pp. 218-223. [23] Augusto Boal, Theatre of the Oppressed, Theatre Communications Group, Nueva York, 1985, pp. 92-93. [24] Bertolt Brecht, Me-Ti. Book of Interventions in the Flow of Things, Bloomsbury, Londres, 2016, p. 85. Boal escribe que la catarsis le sustrae al espectador la capacidad de actuar. Boal, op. cit., p. 106. Sin embargo, hoy se sostiene que el espectador se habría emancipado al reproducir, y manipular, a través de los dispositivos digitales libremente (es decir ilegalmente pues carece de la necesaria autorización) el contenido del museo o espacio expositivo. Pero estas reproducciones tienen más que ver con la economía política de los medios digitales que con la libertad. Volvemos así a la cuestión de nuestro rol como prosumidoras.
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