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¿Fijado en concreto? Respuesta a Natalia Majluf

Mijail Mitrovic



Agradezco a Natalia Majluf la reseña crítica que escribió sobre mi libro Extravíos de la forma, aparecida recientemente en Trama. Confío en que las líneas que siguen aportarán a un debate que animó la escritura del libro, donde propuse al menos dos cosas: primero, una reorganización de ciertos materiales que vienen siendo documentados por distintos agentes en las últimas dos décadas de investigaciones sobre el arte en el Perú; segundo, una crítica de las formas y fundamentos conceptuales e ideológicos que dicha historización ha asumido, principalmente a través de la práctica curatorial.

Empiezo por el asunto de la curaduría, pues Majluf ha cerrado filas en su defensa. En primer lugar, cuestionar la curaduría no implica invisibilizarla. Al contrario, reconozco que ha tenido primacía en la elaboración de narrativas históricas sobre el arte local de los 60 hasta el presente, y en el libro me he basado en muchos materiales que la práctica curatorial viene rescatando y exhibiendo en nuestra escena. Esa primacía, sin embargo, ha impreso cierta forma a la historia narrada, y he buscado cuestionar ese encuadre que organiza la presentación de documentos y experiencias históricas. Porque, las más de las veces, la curaduría se orienta a presentar obras de cara al público, a insertarlas en un contexto de exhibición donde prima el dar cuenta de lo exhibido, mas no su crítica -los catálogos, a veces, incorporan esa dimensión-. Así, reitero que mi interés es discutir una forma curatorial de historizar, y creo que un modo de reconocer el trabajo ajeno es entablando un debate con él, en vez de aceptarlo sin reservas. Mi interés no es simplemente añadir nuevos materiales al archivo sobre los 70 -cosa que creo haber hecho en alguna medida-, sino discutir qué mirada histórica se ha construido dentro del discurso sobre la emergencia del “arte contemporáneo” en Lima. Debería ser claro que discutir todos esos esfuerzos curatoriales implica, en primer lugar, reconocer su importancia como punto de partida para este debate.

Esto me lleva a un segundo punto: Majluf plantea que cuando hablo de una “fábula” que organiza la narración de la historia local del arte desde los 80 estoy cayendo en mera retórica, y no es así. Como lo expongo en el libro, he rastreado un tropo narrativo, una figura que permea los relatos curatoriales pero también ciertos sentidos comunes que se han ido sedimentando recientemente. No es un asunto restringido a la historia del arte. Si miramos la trayectoria del argumento planteado por Matos Mar en su Desborde popular y crisis del Estado (1984) sucede algo similar: un argumento inicialmente orientado a discutir la historia “desde abajo” que configura la sociedad peruana y plantear alternativas políticas ante sus impases en el presente, se ha convertido, con los años, en una especie de teoría posmoderna avant la lettre, una celebración culturalista de todas nuestras sangres, digamos.

Ese reencuadre actual del pasado es análogo a un elemento transversal a los relatos que articulan buena parte de las narrativas históricas sobre el arte local, donde los procesos políticos de los 70 y 80 han perdido peso cuando se trata de explicar las formas artísticas que entonces emergieron en Lima, optando por fórmulas abstractas como el “encuentro entre el arte y lo popular”, por ejemplo. Cuando llamo fábula al relato intento caracterizar la forma narrativa que ha adquirido: su carácter breve y fácilmente replicable -se encuentra en textos de muy diverso tipo (catálogos de exhibición, pequeños textos curatoriales, discursos académicos y no académicos, charlas de artistas, etc.), su contenido sencillo -cómo el arte “incorpora” lo popular y democratiza su viejo elitismo, superándose a sí mismo- y, finalmente, su carácter moral -para que el campo del arte contemporáneo se convenza a sí mismo de que está “al día” con la sociedad de la que emerge-.

¿Es esta una conspiración que “silencia, en complicidad con el mercado del arte, la plástica del período de la GRFA”? No he dicho eso en ninguna parte, ni me he ocupado en este libro de examinar el mercado del arte. Cuando sostengo que el papel de la vanguardia estatal articulada bajo el GRFA ha sido negado en estos relatos me refiero a que, pese a que se han reconocido parcialmente ciertas experiencias del periodo, poco o nada se hizo para pensarlo articuladamente frente a los procesos artísticos previos y posteriores. Más bien, se optó por sostener que el velasquismo sería el agente de una supuesta regresión histórica que indica que lo “verdaderamente interesante” sucedió a mediados de los 60 -con el experimentalismo de Arte Nuevo y artistas afines- y, luego, a fines de los 70 -con la neovanguardia, digamos, que habría empezado en el festival Contacta 79, luego E.P.S. Huayco y ciertas experiencias colectivas de los 80 (Grupo Chaclacayo, Bestias, Taller NN, etc.)-. Creo haber documentado lo suficiente -con matices, inclusive- estas operaciones discursivas que narran el tránsito de los 60 a los 70 como un bloqueo, una pérdida de cierto impulso vanguardista que habría recomenzado hacia el final del gobierno militar, y que se despliega desde ahí hasta nuestros días. Y lo he hecho así porque me interesa cuestionar tal narración. En todo caso, más que una “conspiración” contra la memoria del velasquismo, he sugerido que estas imágenes responden tanto a ciertos sentidos comunes sobre el periodo -provenientes de la propia izquierda de la época, por cierto- como al hecho de que el auge del mercado del arte contemporáneo en Lima ha demandado que se historicen (y valoricen) ciertos pasajes y personajes del pasado reciente en detrimento de otros, y de una mirada más estructural sobre el proceso artístico en su conjunto.

Recientemente he revisitado el argumento sobre la fábula del arte contemporáneo local, añadiendo nuevos matices y analizando cómo hoy se entronca con la narrativa altomodernista de lo precolombino como rasgo central de lo peruano. Pero quisiera subrayar que en el libro he ofrecido una narración alternativa a la que encontré en los discursos curatoriales. Como lo señala Majluf, esa narración ha retomado un cierto método de análisis inaugurado entre nosotros por Mirko Lauer en su Introducción a la pintura peruana del siglo XX (1976), y he propuesto la noción de modernismo popular para caracterizar y periodizar lo ocurrido en las artes visuales (y su crítica) entre 1968 y mediados de los años ochenta. En Extravíos procuré actualizar un método y proponer una forma distinta de examinar el arte de los 70 en Lima, que no busca determinar cuándo empieza lo que hoy entendemos como “arte contemporáneo”, sino cómo operaba el arte antes del “arte contemporáneo”, para decirlo en breve.

Un tercer punto tiene que ver con que, a su juicio, en el último capítulo de mi libro “ilustro” mis argumentos con una selección arbitraria de obras. El problema de la ilustración de argumentos con obras de arte es espinoso, y convengamos en que ello se puede realizar de forma controlada -anclando la especulación en un asunto específico y reconociendo los límites a la misma (como lo intenté al comentar los Tipos de Lima de Miguel Aguirre, entre otras obras de ese último ensayo)- o apelando a la absoluta arbitrariedad. En el campo curatorial, por ejemplo, el hecho de “ilustrar teoría” a través de obras en una exhibición genera rechazos justificados, pues la idea del curador-autor (de Szeeman a Didi-Huberman) es disputada hoy en día. Sin embargo, hacia el final del libro opté por rastrear qué queda de los procesos explorados en los primeros capítulos, es decir, cómo las figuraciones del pueblo y lo popular continúan estructurando una parte importante de la plástica local, y me interesó también analizar qué tipo de vínculos explícitos o implícitos guardan con el pasado. Lejos de “comprobar” mis tesis previas, se trata de indagar en cómo esa historia aporta nuevas formas de leer el arte actual, sobre todo si persisten ciertas figuras -como “lo popular”- pero el contexto económico-político ha cambiado notablemente.

Ahora bien, el último punto es el que, a mi juicio, permite articular mejor un debate, pues tiene que ver directamente con diferencias ideológicas ante la política actual y el arte contemporáneo. Según Majluf, me mantengo “al filo de idealizar” el periodo velasquista, pero luego plantea que “al invisibilizar toda salida en el presente, [me] nieg[o] la posibilidad de imaginar otros futuros”. Así, en términos académicos, y en mis primeros capítulos más rigurosos, no habría llegado a idealizar el objeto de estudio, pero en el último capítulo, donde examino el devenir de la figura del pueblo en la era neoliberal, termino preso por “la nostalgia de un pasado que termina por cancelar las posibilidades del presente”. Según Majluf, el problema con mi lectura “es que terminamos con una escena contemporánea descrita como reflejo neoliberal sin salida, una lectura hoy extendida, que ignora formas inéditas de hacer política, el peso de las redes ciudadanas, la movilización por causas antes que programas y la emergencia de nuevos sujetos políticos.”

Aquí encuentro una identificación más general entre marxismo y nostalgia en la que quisiera detenerme. Frente a mi evidente interés por recuperar las experiencias de los 70, Majluf sostiene que: “En esa visión estructural no caben trabajos críticos que surgen después, articulados en torno a la denuncia de la violencia, los derechos de pueblos indígenas o las sexualidades disidentes.” Pienso todo lo contrario: ante una historia del arte y de la política que se ha particularizado al extremo de considerar errado pensar los fenómenos socioculturales contra el telón de fondo de una totalidad social -el punto innegociable del materialismo histórico-, lo que el marxismo provee es una perspectiva que, al alterar la escala del análisis, permite mirar desde otro lugar esas particularidades que Majluf aquí presenta como valores en sí mismos. Por ejemplo, la emergencia de la denuncia como principal vínculo entre arte y política se explica, a mi entender, por el declive de la lógica de la vanguardia que operó entre fines de los 60 y mediados de los 80 (un tema que sigo trabajando, ahora analizando las formas del arte de propaganda en la Nueva Izquierda). Encuentro más satisfactoria esa hipótesis que apelar, como ha sido recurrente en las ciencias sociales locales, a que la clase social “desapareció” en los 80 y emergió una sociedad civil dispuesta a refundar la política ya no como empresa ideológica, sino ciudadana. Desde luego, esos desplazamientos tuvieron lugar y convendría examinar cómo se dieron esos giros en la política local, pero aquí se trata de entender cómo una forma que vincula arte y política dio lugar a otra, y qué implica ese cambio.

Tras varias décadas de cuestionamientos al marxismo, ya es hora de replantear el debate, pero para ello no ayuda mucho el extender los lugares comunes que le imputan ser incapaz de hacerse cargo de la “diferencia”. Solo al paso, recuerdo que, para todos los temas que Majluf propone como alternativas a mi foco de interés, existen buenos ejemplos de lecturas marxistas, tanto en el feminismo como en el debate sobre la lucha indígena. Que no sean las preferidas por la curaduría e historia del arte contemporáneo es algo que me excede. Del mismo modo, es un síntoma el que, para Majluf, el pueblo sea hoy un concepto añejo. Acaso porque el Perú no participó de la oleada de gobiernos progresistas durante las dos primeras décadas del presente siglo es que pensamos que hoy el pueblo como figura política está “fijada en concreto”. Entiendo que Majluf considere la retórica de Belaúnde como algo del pasado -y coincido-, que el pueblo en los 70 no sea más que una “noción abstracta”, e inclusive que la clase es una figura muerta a la que los marxistas nos rendimos con tristeza. Pero creo que hoy no es posible decir que el pueblo y el populismo como forma política son cosa del pasado: la cuestión populista hoy ha vuelto a ocupar un lugar central en la discusión política, con exponentes que recorren el espectro de derecha a izquierda en todo el mundo.

Lejos de plantear una situación “sin salida” al presente, hoy en día esas “formas inéditas de hacer política” (nuevas identidades sociales, ciudadanía y sociedad civil como formas de participación, “causas” y ya no “programas”) reclaman ellas mismas nuevas teorizaciones que rebasen los límites a los que han llegado. Justamente, ellas estructuran las ideas sobre el vínculo entre arte y política imperante hoy en día, donde la denuncia y la crítica posmoderna de la representación parecen suturar el lazo entre ambas prácticas. Nuevamente, que el Perú se excuse de las recientes movilizaciones contra el neoliberalismo en la región no debería llevarnos a desmarcar nuestras reflexiones de la coyuntura regional en la que nos encontramos, un momento de crítica sistémica -no necesariamente marxista- que implica ella misma una “totalización” del neoliberalismo que apunta a excederlo. Y debo decir que una nueva mirada a los procesos históricos de los 70 es precisamente una salida que propongo a nuestra actual situación, en lo artístico y en lo político. No una salida que ensalce lo nuevo por ser nuevo, ni una salida ultra que reniegue de toda forma pasada para reclamar el aura de la radicalidad. Se trata de una crítica del presente que no lo acepta como un límite irrebasable ni lo toma como algo dado que, por el hecho de constituir nuestra actualidad, no deberíamos cuestionar.

La nostalgia es un modo de vincularse con el pasado, ciertamente, y reconozco que algo de ella recorre mi libro. ¿Es que toda nostalgia es indeseable? Frente a la nostalgia oligárquica que desea restaurar el pasado prevelasquista, creo que una dosis de rememoración afectuosa de esa época no viene mal, sobre todo al tratarse de un proceso político históricamente desmantelado y de una memoria -la de la izquierda peruana en general- condenada al silencio en la esfera pública. No creo que Majluf busque reducir mis argumentos a una suerte de afectividad acrítica, aunque sugiera esa imagen al final de su reseña. Creo, más bien, que la emergencia -y aceptación- de cierta nostalgia indica que nos aproximamos al problema de la construcción de una tradición, como pensaba Mariátegui en los 20 del siglo pasado, cuando la vanguardia histórica se debatía entre eliminar el pasado o tomarlo como base para una nueva visión de futuro. Es nuestro problema en los 20, nuevamente, ante un presente que prescinde del pasado y de la historicidad, y ante la articulación reaccionaria del malestar producido por el neoliberalismo a escala global. Los pasajes del pasado reciente donde el arte local figuró o participó de los procesos emancipatorios son clave para pensar sus límites presentes, sobre todo si los problemas entonces enfrentados parecen todavía estar entre nosotros. Como lo planteara Jameson al criticar la “moda nostalgia” en el posmodernismo, la nostalgia también puede volverse un obstáculo al futuro, pero antes de eliminarla, conviene discutir a fondo la experiencia histórica a la que nos permite acercarnos.




 

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