Valeria Mata
Glorificar la familia como “ámbito privado”
es la esencia de la ideología capitalista.
Silvia Federici
Siento mi casa como una trampa. […]
Ojalá pudiera hacer mi privacidad más pública, y al hacerlo, perderla.
Louise Bourgeois
El trabajo doméstico se entiende como aquel que se realiza en el hogar para mantener y reproducir la vida y la fuerza laboral e incluye las prácticas de cuidado dirigidas a conservar el bienestar corporal y emocional de quienes habitan la casa. Esta labor ha sido asignada culturalmente a la mujer y se ha considerado un servicio prestado al esposo e hijos como expresión amorosa y maternal sin ser remunerado, pues es sabido que, en el capitalismo, todo trabajo que no genere beneficios y no priorice la producción de mercancías no es contabilizado. Sin embargo, es un hecho que las sociedades industriales se han construido sobre las tareas cotidianas invisibilizadas, precarizadas y no reconocidas de las mujeres, quienes si además tienen un empleo fuera de casa, se encuentran sometidas a una doble jornada, pues su labor fuera no las exime de sus “obligaciones” domésticas.
Las mujeres que pueden permitírselo transfieren parte de estas tareas domésticas a alguien más como un trabajo remunerado, y al ser una labor íntimamente ligada al género, la etnia y la clase, por lo general se trata de una mujer migrante, de clase obrera o perteneciente a algún grupo indígena. Dentro de la estructura familiar latinoamericana, el trabajo doméstico tiene una historia larga caracterizada por la falta de derechos y frecuente explotación de quienes lo llevan a cabo. En México, el servicio doméstico existe desde la época colonial, durante la cual indígenas y esclavos eran forzados a realizar servicios para los colonizadores, quienes con el paso del tiempo empezaron a ofrecer remuneraciones. A fines del siglo XIX, la presencia masculina todavía era importante en estas labores, pero en las primeras décadas del siglo XX —con los cambios en la estructura laboral y el ideal burgués de domesticidad que naturalizaba el trabajo reproductivo como femenino— el trabajo doméstico se volvió una actividad totalmente feminizada.
Según datos de la Organización Internacional del Trabajo, en América Latina más de 18 millones de personas trabajan haciendo labores domésticas remuneradas en casas particulares. De estas, el 93% son mujeres y el 77% lo hace en la informalidad. De todos los países de la región, México es el que tiene la peor tasa de formalización laboral de trabajadoras domésticas: 99 de cada 100 no tienen contrato y no cuentan con derechos laborales (seguro social, ahorro para la pensión, horarios reconocidos, vacaciones, etcétera).
Aunque actualmente son más comunes las contrataciones por horas o jornadas, aún prevalece la modalidad de empleadas que cohabitan con sus empleadores: trabajadoras “de planta”, “internas” o “cama adentro”. En este caso, la habitación en la que vive la trabajadora —el “cuarto de servicio”, como se le llama— suele ser minúsculo, sin luz natural ni ventilación. Por lo general, es un espacio escondido y de difícil acceso ubicado en el sótano, la azotea, junto al garaje o a los tinacos: una distribución arquitectónica que marca claramente la separación simbólica entre la trabajadora y el resto de los habitantes de la casa. La combinación de corresidencia con los empleadores y la subordinación laboral, o la coincidencia del espacio vital y el lugar de trabajo, fácilmente pueden convertir la casa en un espacio de vigilancia paternalista para la trabajadora o en un ámbito de completa alienación. Al mismo tiempo, este régimen laboral imposibilita su vida íntima, sexual y afectiva, y su grado de disponibilidad a tiempo indefinido hace que su libertad y autonomía se vean muy reducidas. El grado de control de diversos aspectos de la vida —alimentación, vivienda, movilidad, ingresos, atuendo, etcétera— del empleador sobre la trabajadora suponen una dosis de tensión tal, que dicho control se debe ejercer enmarcado en un discurso ideológico bien estructurado que justifique y romantice la dominación, un continuo “eres como de la familia”.
Los límites entre el trabajo y el cuidado amoroso son difusos. Esta línea borrosa refleja un fenómeno que se ha estudiado ampliamente en la economía feminista y que se refiere a esa relación en la que pareciera que por existir cariño, en realidad no hubiera trabajo. De modo que entre empleadores/as y trabajadoras existe un vínculo ambiguo, pues la situación laboral está atravesada por relaciones más afectivas que contractuales, y donde la reciprocidad y los intercambios hacen aún más complejo el tipo de interacción en el hogar. Pero resulta que los hogares no son tan dulces como parecen y en ellos existen jerarquías rígidas, violencias sistemáticas, códigos de clase y de género.
Por otro lado, y debido a que ambas partes se encuentran en situaciones económicas profundamente desiguales, surge una relación paradójica de proximidad física pero distancia social. Una trabajadora doméstica, aun si comparte las veinticuatro horas del día la misma casa que la familia que atiende, es un elemento secundario del entorno familiar. Usualmente es tratada de forma contradictoria: se le da su lugar y a la vez se le margina, se le considera “importante” para la familia y a la vez se mantienen las distancias. No se sienta en la mesa común, no asiste a la boda de la hija a la que cuidó durante treinta años, debe usar un uniforme incómodo para diferenciarse aún más de sus empleadores, no ocupa libremente los espacios que a diario limpia, no aparece en las fotos familiares.
Así como el hogar ha sido imaginado como un paraíso o un refugio cuando más bien suele ser un espacio de disputa, la familia también se ha representado simbólicamente como un grupo de personas que vive en un estado idílico de permanente felicidad sin contradicciones ni tensiones. Basta con buscar la palabra “familia” en Google para darnos cuenta de que todo son sonrisas y abrazos —de grupos blancos y heteroparentales, por supuesto—. Pero, como escribe Mary Karr, “cualquier familia compuesta por más de un miembro es una familia disfuncional”,[1] y de acuerdo con Silvia Federici,[2] la familia es esencialmente la institucionalización del trabajo no remunerado de las mujeres, de su dependencia salarial de los hombres y de la desigual división de poder que ha disciplinado las vidas.[3]
En su proyecto 97 empleadas domésticas,[4] Daniela Ortiz explora cómo se
autorrepresentan las familias de clases altas del Perú en su vida cotidiana a través de las fotos publicadas de manera abierta en sus perfiles de Facebook. La artista recopila varias de esas imágenes[5] —que retratan el estereotipo de familia feliz al que nos referimos antes— y encuentra una constante: en todas ellas aparecen empleadas domésticas uniformadas en segundo plano. Cargan a un bebé, están de pie al fondo de la imagen, observan quietas cómo juegan los niños, esperan alguna indicación para entrar en escena y recoger algo, limpiar algo. Podemos ver fotografiados solo sus brazos, sus piernas cubiertas con el delantal, la mitad de sus caras, sus manos morenas que contrastan con la piel blanca de las figuras principales que ocupan el centro de la foto. Son mujeres que se asoman sin llegar a mostrarse del todo, aparecen borrosas, incompletas, mutiladas. Están ahí, pero sin ser visibles, enmarcadas en un régimen visual que instala una relación de poder: ¿qué —y a quién— es importante representar y recordar? ¿Quién es fotografiable? ¿Quién tiene derecho a inscribirse en la memoria familiar?
Fotografías de la serie 97 empleadas domésticas, de Daniela Ortiz
Fotografías de la serie 97 empleadas domésticas, de Daniela Ortiz
Fotografías de la serie 97 empleadas domésticas, de Daniela Ortiz
Fotografías de la serie 97 empleadas domésticas, de Daniela Ortiz
Este no poder ver, literalmente, la centralidad del trabajo de quienes se ocupan del mantenimiento y cuidado de los cuerpos vulnerables —niños, ancianos y enfermos—, implica seguir construyendo nuestra aparente autonomía sin reconocer los roles desempeñados por las mujeres que nos cargaron y alimentaron. Como si la dependencia misma, inherente a la condición humana, estuviera constantemente oculta. Las tareas domésticas y de cuidados solo se notan cuando no se han hecho, pues cuando ya se han llevado a cabo parecen un espejo fiel del orden del mundo y no indican el origen de la armonía reinante en una casa. Como escribía Simone de Beauvoir, al llegar a casa “el marido advierte el desorden y la negligencia, pero le parece que el orden y la limpieza son naturales”. En relación a esto, Amaia Pérez[6] ha dicho que el capitalismo heteropatriarcal impone como objetivo vital una autosuficiencia que es más bien un espejismo que solo puede mantenerse si ocultamos las dependencias y a los sujetos que se hacen cargo de ellas: ¿Quién es la mujer que paseó de la mano a mi hijo durante toda su infancia cuidando que no se cayera al suelo y de quien solo conservo la mitad del brazo en una foto?
En el documental Al extranjero, de la directora Sung-a Yoon,[7] un grupo de mujeres filipinas[8] recibe capacitación en un centro de formación para trabajar como empleadas domésticas en otros países. Además de aprender a poner la mesa correctamente, saber cómo servir un vino o cómo tender una cama para evitar que queden arrugas en la colcha, las mujeres también se preparan emocionalmente para sobrellevar la nostalgia de dejar a su propia familia, defenderse ante un acoso sexual dentro de la casa o resistir los malos tratos por parte de los empleadores que las recibirán, principalmente en países de Medio Oriente y Asia. "La regla número uno", se les recuerda para motivarlas “es hacer un sacrificio para ayudar a su familia, pues lo que se gana en el extranjero, no se gana en Filipinas”.
Las estudiantes aprenden, en un centro de formación para trabajadoras domésticas de Filipinas, cómo poner la mesa de forma correcta. Fotogramas del documental Al extranjero, de Sung- A Yoon.
Las mujeres toman notas mientras la instructora sostiene a un muñeco blanco y les enseña cómo bañar cuidadosamente a un bebé ajeno. Fotogramas del documental Al extranjero, de Sung- A Yoon.
Se ha discutido sobre si la presencia del servicio doméstico oculta o retrasa la distribución equitativa de responsabilidades con otros miembros de la familia o si, en última instancia, elimina el cuestionamiento social a la división sexual del trabajo entre hombres y mujeres. El debate sigue vivo, pero resulta incuestionable que la presencia del servicio doméstico implica relaciones de poder, y que cuando estas tienen lugar entre mujeres (trabajadoras-empleadoras), surgen contradicciones en la discusión sobre la liberación femenina. No podemos olvidar las dimensiones globales de lo que se ha llamado “cadenas de cuidados”, en las que un grupo de mujeres de países pobres asume los roles domésticos delegados por las mujeres del “primer mundo” que implican, por ejemplo, que una madre española contrate a una trabajadora ecuatoriana para que cuide de sus hijos, lo que supone que esta última deje lejos a los suyos. Es decir, los privilegios y las condiciones de vida de la primera madre están ligados a las necesidades y condiciones de vida de madres en posiciones menos favorables. Pedir a otras mujeres que realicen el trabajo que nos libra de la doble jornada es también condenarlas a ellas a asumirla, con la consecuencia de enredarnos en una batalla perdida que solo cambia un modo de explotación por otro. “¿Quién limpia la casa de la limpiadora? ¿Quién cuida a los hijos de la cuidadora?”, se preguntaba Nancy Fraser.
Capitalismo y patriarcado existen juntos y constituyen sistemas de opresión que se refuerzan mutuamente. El trabajo doméstico remunerado depende de la división sexual del trabajo, como todas las labores reproductivas o de cuidados, pero al mismo tiempo se relaciona con la manera en que estas se insertan en el capitalismo, con las características del trabajo feminizado: desvalorizado social y económicamente. El servicio doméstico tal como existe hoy en día —oculto y precarizado—, lejos de transformar las relaciones de poder en el hogar y en la sociedad reproduce la desigualdad y los estereotipos de género, ya que deriva hacia un nuevo sujeto subordinado: otra mujer. No se trata entonces de seguir produciendo capital a partir del trabajo de otras, sino de cuestionar la producción misma de ese capital para ponerle fin, pues como decía Audre Lorde: “las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo”.[9]
No podemos seguir postergando la crítica al régimen laboral de las trabajadoras domésticas. Las discusiones quizá podrían en darse dos terrenos: uno cultural y otro político. En el plano político, es necesario impulsar la organización del gremio para la defensa de sus derechos y exigir la regulación laboral del trabajo doméstico, cuyas condiciones salariales y de contratación se ven agravadas por una larga historia de explotación en que la coincidencia de género, clase y etnia dan como resultado una fuerza de trabajo que no se reconoce como tal. En el plano cultural, la labor incluiría un cuestionamiento a los mitos y estereotipos asociados a este trabajo, además de una crítica radical a la ideología que considera a las empleadas domésticas como servidumbre. Por otro lado, es importante repensar esa relación ambigua de afecto/distancia familiaridad/explotación entre los mal llamados “patrones” —del latín patronus (defensor, protector), derivado de pater (padre)— y las “muchachas”, como peyorativamente se les dice en varios países de Latinoamérica, quienes aun siendo mujeres adultas, quedan nominalmente en la adolescencia, condenadas a la minoría de edad perpetua por sus empleadores. La romantización de estas relaciones ha desdibujado por mucho tiempo el valor y el aporte social del trabajo doméstico.
"La familia es"
Los cuidados son un derecho y una necesidad de las personas. Sin embargo, la necesidad de unos no puede convertirse en la explotación de otras, y el ejercicio de tales derechos no tendría que depender de que muchas mujeres dejen sus países en condiciones precarias para insertarse en un mercado laboral con jornadas extenuantes y poco justas. El trabajo doméstico —pago y no pago— no es un asunto privado. Los cuidados y labores del hogar deben ser objeto de las políticas públicas. Es necesario regularizar una situación que hasta ahora se ha sustentado en acuerdos verbales asimétricos. Las tareas domésticas no son responsabilidad exclusiva de las mujeres, y cada vez es más evidente la necesidad de desgenerizar y hacer comunitario el trabajo en casa: gestionar una mejor redistribución de las tareas y hacer partícipes a todos los integrantes del hogar en el mantenimiento de las condiciones de vida elegidas libremente.
[1] Karr, Mary (2017). El club de los mentirosos. Cáceres-Madrid: Periférica y Errata Naturae.
[2] Federici, Silvia (2018). El patriarcado del salario. Críticas feministas al marxismo. Madrid: Traficantes de Sueños.
[3] Federici también nos recuerda que “la ideología que contrapone la familia a la fábrica, lo privado a lo público, el trabajo productivo al improductivo, está profundamente enraizada en la división capitalista del trabajo que encuentra una de sus expresiones más claras en la organización de la familia nuclear”. Y es por esto que dentro de las criticas feministas no podemos dejar de incluir un cuestionamiento a la institución familiar como estructura de poder y coerción.
[4] Ortiz, Daniela (2010). 97 empleadas domésticas, libro-instalación.
[5] Es interesante que en su momento esta serie haya desatado una polémica a partir del uso que Daniela Ortiz hizo de las fotos de las familias que aparecen en el proyecto quienes, ofendidas, interpusieron denuncias por los derechos de sus imágenes. Quizá, como la artista afirma, el agravio que el proyecto provocó en estas familias, en realidad surgió por ver deslegitimada su clase social y no tanto por el “ataque” a su privacidad, pues todas esas personas aparecen en revistas sociales sin reclamar ahí ningún derecho de imagen. Resulta revelador, entonces, que una obra crítica hacia el régimen laboral de las trabajadoras domésticas termine generando un reclamo de los propios derechos de la clase alta y un desplazamiento del foco de atención para ocultar el problema de fondo. [6] Pérez, Amaia (2014). Subversión feminista de la economía. Aportes para un debate sobre el conflicto capital-vida. Madrid: Traficantes de Sueños. [7] Yoon Sung-a (2019). Overseas (Al extranjero), Bélgica, 91 min. [8] Filipinas –junto con Kenia, Uganda e Indonesia– es uno de los cuatro principales países de origen de trabajadoras del hogar. Con la feminización de las migraciones internacionales, un promedio de ochenta mil filipinas migran cada año al extranjero para trabajar como empleadas del servicio doméstico en condiciones precarias e inseguras. A principios del 2018 se encontró, en un congelador de Kuwait, el cuerpo de Joanna Demafelis, una migrante filipina, trabajadora doméstica, que había sido torturada y luego asesinada por sus empleadores. [9] Lorde, Audre (2007). Sister Outsider, Crossing Press, Feminist Series.
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