Alexandra Hibbett
En el mes de la publicación del poemario más reciente de Victoria Guerrero, circulaba por Whatsapp un video que mostraba a Haya de la Torre hablando sobre Vallejo.
“¿Fue amigo suyo?”, pregunta el entrevistador.
“Bueno, nosotros hemos entrado juntos a la universidad,” responde Haya de la Torre. “Los primeros años de relación, nosotros hacíamos la vida de estudiantes, y nosotros discutíamos mucho sobre poesía, literatura. En esa época, leíamos mucho juntos. Estudiábamos juntos. Él no era muy amigo del deporte, y yo sí. Y por eso discutíamos.” Ambos hombres se ríen, por un momento. “Pero”, prosigue Haya, “era muy bueno, era una excelente persona.”
“¿Qué cosa leían ustedes?”, quiere saber el entrevistador.
“Poesía. Por ejemplo, leíamos Las flores del mal de Baudelaire. El prólogo de Teófilo Gautier, todo eso. Nosotros leíamos las novelas de Eça Queirós, nosotros leíamos toda esa literatura de la época y nos gustaba mucho también la poesía española, los Machado… y Rubén Darío.” Se le viene un recuerdo, que enseguida comparte: “Cuando murió Rubén Darío, nosotros le hicimos un funeral pagano.” Su interlocutor se ríe, complacido, mientras Haya continúa: “Cuando terminó ese funeral, que fue el año 1916, 17, entonces Vallejo proclamó que Darío había muerto, y aquella escena –en una noche, en un restaurante de Trujillo, llamado Los Ñorbos– culminó cuando Antenor Orrego proclamó a Vallejo el primer poeta de América. Eso era… parecía una ilusión, nos parecía una fantasía; pero nosotros lo tomamos en serio, como un vaticinio, como la seguridad de algo que iba a cumplirse. Lo coronamos aquella noche, él lloró con toda seriedad y todos nos quedamos convencidos de que habíamos consagrado al Primer Poeta de América.” Se detiene un momento, y luego concluye: “Si la profecía no se hubiera cumplido, hubiéramos comentado este incidente como algo ridículo. Pero, hoy, estamos convencidos que fue el principio de una nueva era en la vida del pensamiento literario latinoamericano.”
Todo lo que hay en este diálogo es todo lo que está en crisis en La mujer. Esa dinastía de hombres poetas. Esa confianza en la existencia del futuro y en ser parte de él, o más aún, ser su heraldo y fundador. Ese enmarcar la poesía en un proyecto político utópico, “América”. También, esa manera de recordar el pasado; esa risa autocomplacida. Y esa ausencia absoluta de la mujer.
El poemario de Vicky traza, no una dinastía, sino una articulación a posteriori de mujeres poetas solas. Esa poeta que habla en sus poemas, lejos de proclamarse el primero de cualquier cosa, llega al punto de desarticularse a sí misma. En realidad, más que poeta, la voz que habla se posiciona como lectora, lectora de mujeres, a quienes no conoció pero con quienes entabla un diálogo y así construye, en vez de un linaje, una especie de grupo o compañía de mujeres poetas. Escritoras famosas, peruanas y extranjeras, aquí aparecen con sus primeros nombres -Magda, María Emilia, Sylvia, Anna, Emily, Marina…-, cercanas, humanas, sencillas. Nada de proclamaciones ni ceremonias, “palabras fundacionales” o “textos proféticos” (como dice uno de los poemas del libro). La mujer que habla en estos versos no se siente sucesora de nadie. Es más bien grande la brecha que la separa de sus antecesoras, y la emoción no es de entusiasmo fundacional, sino por lo general de melancolía, salpicada de una ironía alentadora que quizá indica que no todo está perdido. La risa celebratoria ha sido reemplazada por una mueca irónica, una mirada cómplice sororal.
Entonces, la mirada histórica del poemario contrasta mucho con aquella conversación que les he relatado al inicio, que escenifica perfectamente lo que Gilbert y Gubar llamaron “la idea de la paternidad literaria”, aquella que hace inconcebible o monstruoso que una mujer coja la pluma.[1] Pero el contraste con el poemario de Vicky no consiste solo en que aquí estamos entre mujeres solas, sino en que enuncia una historia desde un presente donde ya no existe el futuro; un presente sin horizonte utópico. “La guerra ha terminado -eso dicen”, anuncia un poema. “Pero”, continúa, “¿por qué hoy se muestra / la guerra en nuestros corazones / como imágenes que no se apagan?”. No hay imágenes del futuro aquí, no se nos da una figuración de la esperanza. No hay ninguna “primericidad”. Lo que hay son muchas imágenes del pasado.
Así, la poesía no está cargada de una función utópica. No puede estarlo. No es lo que era; está rota, es mínima, insegura, pues es “testimonio / y testigo”, como dice uno de los poemas, de una nueva época histórica donde el futuro parece haberse cancelado y el presente parece carecer de sentido. En un primer nivel, el poemario nos presenta un sujeto enfermo, que ya no se siente poeta a causa de la enfermedad. Pero una lectura atenta descubre que no es la enfermedad la que le impide escribir o ser poeta: es “una palabra” que le “embiste cerca del corazón". Una palabra medicalizada, burocratizada, como indican los siguientes versos:
Una palabra rígida
como una cola
sale de mi seno izquierdo
Vías de entrada y de salida
Un vocabulario simple
de hospital
ataca el poema
lo envenena
Lo que atenta contra la poesía y el sujeto parece ser la palabra de lo que Foucault llamó el biopoder.[2] A diferencia del poder tradicional, que amenazaba con matar, este discurso es aparentemente amable. “Anuncia persistentemente” -como denuncia un poema- que las escaleras “hacen bien a la salud”, y nos mantiene con vida. El problema es que lo hace incluso cuando preferiríamos morir, como hacen claros en los siguientes versos:
El diablo [figura del médico] ingresa y tira un rayo. La levanta de su tumba.
Alrededor hay un ejército de chaperonas con un cucharón
en la mano. Le abren la boca a la mujer del más acá. La mujer
del más allá dice qué carajos. Prefiero la tumba.
Se figura el poder actual como uno que nos reduce a ser meros cuerpos vivientes, quitándole a la vida esa poesía que hace que valga la pena vivirse. Explora lo que implica eso para la persona enferma, que cae de lleno en las manos de este biopoder. E implica, por un lado, “Ese dolor absoluto de estar vacío / de que te salga espuma o te encebolles.” El dolor de vivir sin poder escribir, crear, luchar por algo; el sufrimiento de ser solo vida biológica.
Implica, por otro, una “disputa por mi yo”, pues ¿el yo es ese cuerpo pinchado, desvestido y sometido a tratamientos, o es esa mujer que supuestamente es poeta? ¿Es un objeto, o un sujeto? El biopoder, insiste el poemario, escinde al yo, y esto causa una profunda vergüenza. Un poema lo dice así:
Hay una mujer en el más allá y otra en el más acá. […]
La mujer del más allá le escupe al oído de la del más acá:
“ordinaria, cobarde, sucia.”
La mujer del más acá llora. Ordinaria, cobarde, sucia.
No es posible aquí una unidad del yo. El yo poético se queja de que “A ratos un tú insiste en expropiarme el lenguaje / Es un yo que desconozco”. “La mujer” del título es siempre otra, aparece en una segunda o tercera persona. El yo poético no se identifica consigo mismo. En un poemario que por lo demás respeta la gramática, aparecen frases como “Yo intenta partir”. Y llega a afirmar que el “yo” carece ya de sentido; es una “cosa inútil”, y que es mejor hablar “de ti”, es decir, es mejor renunciar a la idea de un sujeto dueño de una voluntad, una voz, un deseo, una agencia.
La enfermedad del yo poético no es una alegoría. No es que su cuerpo encarne a la nación enferma, o a los tiempos. Pero sí es una enfermedad histórica, es decir, es un producto histórico, no una naturaleza ni una predeterminación. La enfermedad no tendría que ser el fin de la poesía, o del sentido de la vida. Pero lo es por la manera en que la historia lo enmarca, una historia no solo del auge del biopoder sino del fracaso de los grandes ideales y luchas del siglo XX. Como dice un poema:
Cada cierto tiempo se me viene el lenguaje
Castrófico. Neurasténico. Sentimientos de finales de siglo
Que ya nadie entiende. Hoy es angustia y ataques de pánico
Es frente a este tipo de sufrimiento, el sufrimiento del sinsentido neurasténico, que hay una fascinación con imágenes del pasado, del siglo XX y sus sufrimientos. Hay una llamativa nostalgia o envidia en el poemario frente a las mujeres que vivieron ese momento en donde aún había futuro, algo por qué luchar. Por ejemplo, en el poema “Magda”, se dice:
Magda […]
Enfrentada a los patriarcas de su partido.
Al silencio de la muerte.
La muerte de su padre / El suicidio de su hija.
Y tú
Tú zigzagueando entre consultorios
O mirando videos de gatitos
El sufrimiento del pasado tenía una futuricidad –era por algo, a favor de algo–. No como el sufrimiento del presente. Hoy, nos dice el poemario, tanto el sufrimiento como la poesía carecen de sentido. Nos cuenta un poema que Anna Ajmátova, poeta rusa que perdió a muchos seres queridos a raíz de la Revolución de 1917 y cuya poesía fue prohibida, se tragaba sus poemas o se las memorizaba: tenía un propósito su poesía, había que protegerla, conservarla. Ahora, la poesía puede, simplemente, borrarse, como dice un verso, “De un zarpazo / delete”. Hay, entonces, mucha tristeza en este libro; nos hace abrir los ojos a la situación en la que estamos colectivamente. A su falta de esperanza.
Sin embargo, el poemario performa o encarna un gesto, una acción que apunta a retar el derrotismo o pesimismo del siglo XXI: la de tomar la palabra, como mujer, con algo de picardía, en abierto rechazo de un ámbito literario masculino. El poemario es la encarnación de lo que dicen sus últimos versos, las únicas frases en afirmativas, entusiastas del libro:
ya no pedimos la palabra
La tomamos
a arañazos.
Como gatas locas.
Es la única manera de enfrentar
este siglo.
Es decir, lo que quedaría tras los finales, los fracasos y las desilusiones es un gesto, el gesto que encarna el mismo poemario. Este tiene varias dimensiones interconectadas: lo fresco, travieso, irónico y directo de su estilo poético, la articulación que realiza entre escritoras mujeres, y su afirmación de renuncia al espacio masculino y a la relación con el otro sexo.
En cuanto a su estilo, es un poemario que se da el permiso de decir, con simpleza e ironía, la situación del sujeto contemporáneo, en un lenguaje que el canon masculino tradicional podría considerar no-poético. Cuando no es posible ya escribir poesía, se da el permiso de producir, como dice en un verso, “un simulacro de poema”. Hay humor en el poemario, humor que contesta al biopoder con una resistencia. No hay miedo a lo prosaico; no se cumple un mandato de revestimiento o de abstracción, e incluso se usa frases hechas, lenguaje cotidiano, y onomatopeyas cándidas como “¡zas!”. No tiene las “metáforas y símiles y aliteraciones” que uno de sus poemas le imputa al estilo poético de los hombres. Es más, no tiene muchas imágenes; solo unas metáforas nada pretenciosas, irónicas, juguetonas, como la del diablo por el médico, que más que literarias parecen una broma dentro de una conversación de amigas, una ironía reconfortante.
Guerrero dedica un poema a “mis amigas en el tiempo bostoniano”, y se podría leer todo el poemario en esa clave, como destinado a una comunidad de lectoras. La articulación clave que realiza el poemario es entre mujeres del siglo pasado y la voz poética del presente, como para afirmar que, pese a todo el machismo y toda la violencia de nuestra historia, es posible una comunidad de mujeres que atraviese tiempos y distancias. Es posible una voz y una mirada femenina. El poemario es un rechazo, enunciado con tono emancipador, del lugar de la poeta-musa guardado para la mujer en el ámbito literario masculino. Es un poemario que encarna la determinación de no ser ya como Jo Hopper, pintora descrita en un poema, quien se olvidó a sí misma antes de ser olvidada por los demás, y que se limitaba a moverse “penosamente alrededor de Eddie” su esposo, el famoso pintor. Es un tomar distancia definitiva de una tradición de poetas hombres que, como dice con travesura un verso, “gemían y croaban sin parar”. Es también un barrer con el amor romántico: el yo poético fantasea con editar la poesía femenina del pasado para “tachar la entrega amorosa”, y declara,
“Well,” Sylvia
Si toda mujer ama a un fascista
“I am through”
Es llamativo que no parece posible, en este poemario, ninguna relación con el sexo opuesto, ni amoroso ni literario. La voz de la mujer es posible solo al hacer caso omiso al sexo masculino: la única conversación que se da con un sujeto masculino es con “los exmaridos” que vienen a pedirle cosas al yo poético femenino y la “revuelven”. Definitivamente, la fuerza del poemario se ubica en el leerse y hablarse solo entre mujeres.
Los poemas mismos se denuncian como fracasos; el yo poético se dice constantemente que su poema está “envenendado”. No es como el fracaso de Vallejo, que en Trilce también sentía que era imposible enmarcar su experiencia histórica en las formas poéticas tradicionales, pero que le daba un giro triunfalista a su fracaso, “galoneándose de ceros a la izquierda” y celebrándose como “buen primero”, “potente de orfandad”. En contraste, aquí no hay victorias ni horizontes que proclamar, ni siquiera las paradójicas y ambivalentes de Vallejo. En vez, tenemos la tristeza del vaciamiento de la poesía y del sentido de la vida en el siglo XXI, y un tono pícaro, irónico, que juega a retar a un lector masculina y a convocar el goce atrevido de una comunidad de mujeres.
Es desde esa articulación entre mujeres que el yo poético encuentra una salida de la vergüenza y del dolor que le impuso el biopoder. Llega a aceptar “por fin a / esta nueva mujer / La otra carne y huesos que hoy soy”. Puede darse asimismo el permiso de decir, con frescura, una especie de radical negación del título honorífico que Haya de la Torre otorgó a Vallejo: en vez del “primer poeta de América”, un poema declara: “Ya no eres poeta. Ahora eres una mujer en una cama y un metal / en el pecho.” La enunciación del poemario, entonces, no es de prócer, sino de “las sobrevivientes”: la mujer toma la palabra para sobrevivir la muerte en vida que es el siglo XXI.
[*] Publicado por Álbum del Universo Bakterial, 2022.
[1] Gilbert, Sandra M. y Susan Gubar. “El espejo de la reina: la creatividad femenina, las imágenes masculinas de la mujer y la metáfora de la paternidad literaria”. La loca del desván. La escritora y la imaginación literaria del siglo XIX. Madrid: Cátedra, 1998 [1979], pp. 17-58.
[2] Foucault, Michel. “Derecho de muerte y poder sobre la vida”. Historia de la sexualidad, Vol. 1. La voluntad de saber. México D. F.: Siglo XXI, 2007 (1976). 163-194.
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