Mijail Mitrovic
En una de sus últimas entrevistas, Juan Javier señaló que “…una de las magias, de las maravillas del arte, es poder amplificarle la realidad a la gente, su propia realidad, no?. No crearles un mundo de fantasía sino volver a darles fantasías sobre este mundo, digamos, un poco aplanado por el sistema”.[1] De alguna forma, esas líneas muestran la orientación realista que impulsaba su trabajo, entendida como una combinación simultánea de dos movimientos: por un lado, se trata de hacer explícitas las dinámicas que atraviesan la vida social en el Perú, pero buscando al mismo tiempo que se reinscriban en la experiencia vital. A eso se refiere, en mi opinión, la idea de amplificarle la realidad a la gente. Andrés Hare caracterizó los materiales de este impulso de la siguiente forma: “Entrecruzar en la historia nacional los problemas de pareja, el régimen del arte contemporáneo y la mística popular no es tarea sencilla”.[2] Frente a una obra constantemente apuntalada por los mecanismos de la ficción puede resultar extraño reclamar una orientación realista, y es precisamente esa idea la que quiero desplegar en lo que sigue.
Quiero servirme del renovado interés en el pensamiento de Juan Acha y la Teoría Social del Arte –siguiendo el rótulo que Lauer y Eder le asignaron en 1986- gestada en Latinoamérica por múltiples autores entre los 70 y 80, para discutir el legado de Juan Javier. Vayamos directamente al punto: en un sentido amplio, su obra puede entenderse como una ejemplar ejecución de las premisas que Acha propuso para entender el no objetualismo como una práctica artística y una actitud vital –que, por cierto, nada tiene que ver con la simple máxima de “no producir objetos”. En varias oportunidades se ha dicho que la obra de Juan Javier debe ser entendida como una actitud antes que otra cosa y, en efecto, la actitud con la que afrontaba el hecho de ser artista -y, sobre todo, artista peruano– revela aquello que lo animaba a producir arte. Enfoquémonos menos en el tópico de la irreverencia o iconoclasia que toda su obra sostiene, para pensar en qué sentido su actitud no debe ser entendida como un ejemplo más del –tantas veces manoseado- “espíritu rebelde” de los artistas.
Perú Express, acción realizada en el 2006 (Captura de vídeo realizado por Karen Bernedo)
En la misma entrevista citada al inicio, Juan Javier sostuvo que: “Si en el Perú la gente necesita, para poder leer una página de letras escritas, una foto de un culo y un huevón pateando una pelota, ya sabes qué, me rindo. De verdad. No hay una alegría en términos de lo que ha sido el devenir cultural de este país, y los que trabajamos profesionalmente en esto hemos hecho nuestro esfuerzo… y después está todo lo que es la cortesanía; todo lo que es efectivamente el floreo… y no quiero ser parte de eso!” Ese final no quiero ser parte de eso nos permite comprender aquello a lo que Juan Javier siempre se opuso: un circuito limeño donde, lejos de ser entendido como un trabajo que es susceptible de hermanarse con los avatares propios del trabajo bajo el capitalismo, el arte es visto como una suerte de cóctel donde el franeleo y las miradas por encima del hombro –con su correlativa cultura de servidumbre- constituyen tanto el medio como el fin de una exitosa carrera artística. “Una de las cosas que siempre voy a tratar de hacer es ser anti Szyszlo en mi manera de actuar”, como dijo el año pasado.[3]
En la misma línea, la ironía con la que observaba las dinámicas recientes del mercado del arte lo llevaron a tematizar el objeto artístico como un objeto de intercambio que, al reverso de la fórmula que ve en él únicamente un medio para la realización del valor de cambio, entendía como capaz de generar un intercambio simbólico con el público, con el cual compartía esa fatalidad de haber nacido en el Perú. Este anterior punto es el que merece, en mi opinión, discutirse ampliamente, pues lo más fácil sería leer en esa suerte de posición anti-mercado la principal virtud de Juan Javier y, por extensión, de su obra. Pero esa lectura nos llevaría a un aplauso autocomplaciente donde, lejos de hacer justicia a su propio espíritu crítico, terminaremos reestableciendo algo así como que “el verdadero arte, el realmente crítico, es aquel que no se compra ni se vende”, es decir, estaremos sucumbiendo ante la fantasía de que el principal problema del arte bajo el capitalismo es su mercantilización.[4]
Sin penas ni glorias –aunque con muchos grandes no éxitos-, Juan Javier vendió sus obras, y lo hizo tanto a nivel de colecciones como al menudeo –como en su famosa acción Perú Express, sobre la que volveré en un momento. De la misma forma, participó desde los 80 en el –entonces pequeño, hoy ampliado- sistema de galerías privadas de la ciudad. Lo crucial aquí es alejarnos de esa simple fórmula que encuentra en la transacción comercial la verificación del carácter “crítico” o “vendido” (es decir, inauténtico) del objeto artístico –que sin duda en algunos casos permite valorar ciertas obras-, para comprender cómo Juan Javier, en cuanto no objetualista, se hizo cargo de las dimensiones socioestéticas del arte –parafraseando a Carlos Ossa en el Coloquio sobre Acha de hace algunas semanas en el MAC. Es decir, se hizo cargo del circuito entero de producción, circulación, distribución y consumo que Acha, siguiendo a Marx, sostuvo como base de su teoría estética.
Perú Express, acción realizada en el 2006 (Captura de vídeo realizado por Karen Bernedo)
Comentando su segunda exposición individual, El sistema es implacable con la grasa (Galería La Rama Dorada, Lima, 1981), Mirko Lauer sostuvo que la obra de Juan Javier respondía a cierto anticapitalismo romántico que, como tantos otros artistas de la época, encontraba en el mundo popular la vía de salida tanto para la práctica artística tradicional como para una política revolucionaria.[5] Entendido como una forma de vida específica (con sus mitos, creencias, formas visuales y circunstancias cotidianas), el mundo popular urbano aparecía bajo una forma idealizada que, finalmente –parafraseando a Lauer- era citada en sus aspectos externos por el artista. Es decir, lo popular era una fuente de materiales para el trabajo artístico, pero se trataba de un gesto marcado por la distancia: lo popular estaba “allí afuera”, susceptible de ser absorbido por la práctica artística. Desde luego, esa distancia –por lo demás, una distancia de clase– usualmente se buscaba subsanar a través de una estrategia de inmersión en el mundo popular, o bien podría ser negada en pro de otros artistas “auténticamente populares”. Esta última opción, a mi juicio, levanta nuevamente el muy vigente fantasma de la autenticidad, y poco nos sirve para pensar el itinerario de Juan Javier, pero es necesario no quedar ciegos ante las contradicciones en las que el arte local se encontró en su intento por articularse políticamente con la vida cotidiana.
La crítica de Lauer finaliza señalando un complejo desafío para el joven artista: “…encontrar un nuevo contexto cultural y social para [su] expresión”, pues el sistema de galerías le resultaba poco efectivo a un arte que apuntaba a interpelar la vida cotidiana. El reto consistía no solo en buscar nuevas formas de producción, sino en reinventar las formas de circulación del arte para ampliar su sentido, hasta alcanzar una dimensión propiamente colectiva. Años más tarde, Emilio Tarazona reconoció en esos mismos retos aquello a lo que Juan Javier se abocó a lo largo de su vida: al desarrollo de un conjunto de prácticas entendidas como la “difusión y creación de áreas de intercambio cultural.”[6]
Perú Express, acción realizada en julio de este año (Captura de vídeo de La Mula)
Quiero subrayar la noción de intercambio antes citada: como dije más arriba, la obra de Juan Javier se puede comprender como un intento de propiciar un intercambio simbólico con el público, pero sin romantizar el valor simbólico del producto artístico, es decir, sin esconder su faceta mercantil. En su conocida acción Perú Express, desarrollada los días 28 de Julio en buses de transporte público en Lima, Juan Javier proponía “una fórmula instantánea para poner el país en manos de sus habitantes.” Una vez en el bus, y cargando sus peluches –los llamados perucitos que fabricó desde 1996-, se presentaba ante los pasajeros de la siguiente forma:
"Señores pasajeros:
No te quiero molestar tu lindo viaje, tu bonita conversación, pero como todos los gobiernos rematan el Perú por pedacitos, yo te ofrezco uno entero. Trae un Chile de yapa. Viene con un huayruro para la buena suerte en el relleno y dos ojitos en Iquitos. ¿Cuánto te cuesta, cuánto te vale en cualquier galería de arte de Miraflores o San Isidro? 20 dólares, pero en este ómnibus, hoy, lo que sea tu voluntad… porque es la única fórmula instantánea para poner el país en las manos de sus habitantes. Señor, señorita, cómpreme el Perú antes que se me acabe, o terminen de venderlo."[7]
Se trata de alcanzarle el país a su pueblo, de ponerlo en sus manos precisamente durante aquellos días en que la tradición desfila ante nuestros ojos en la televisión. Sin duda se trata de un gesto patriótico, pero uno que contraviene la tradición nacional y postula una nueva que, no menos patriótica y chauvinista que la dominante, pueda insertarse en el flujo de la vida cotidiana. Lejos de opacar u ocultar lo real, estamos ante una fantasía que amplifica el sentido de una comunidad nacional.
Ahora bien, hay otro aspecto que quiero subrayar de esta acción, y es que su valor simbólico –su poética: devolverle el país a sus ciudadanos- se realiza precisamente en el momento en que su valor de cambio, determinado por la voluntad de cada pasajero, se hace efectivo –de hecho, se paga en efectivo (y con sencillo). La devolución de la nación pasa por un mínimo intercambio comercial, por una compra –el latín ‘comparare’ implica el encuentro entre dos cosas- donde cada persona se hace del país, se lo apropia. El peluche es un pequeño artefacto que busca restituir el sentido mínimo de pertenencia a una nación, a saber, el pacto mediante el cual nos hacemos cargo de aquello en lo que nos reconocemos –con la joda a Chile incluida- y que, por ello mismo, nos pertenece.
Perucitos (Captura de vídeo de La Mula)
Perú Express es un ejemplo de cómo Juan Javier encontró una forma propia y muy singular de hacer (y entender el) arte, y puede funcionar como figura metonímica para su obra como conjunto: ésta consiguió producir muchos objetos que funcionan como mercancías en un muy variado rango de precios –y que por ello posibilitan un acceso menos elitista al producto artístico, como sus distintos huacos de latas y botellas- y al mismo tiempo operan como medios de intercambio simbólico que apuntan a revolver los lugares comunes sobre los que se desarrolla nuestra dinámica social.[8] Se puede decir, entonces, que Juan Javier encontró formas de hacerse cargo de las dimensiones socioestéticas del arte, alejado del simplismo que cree entender en el rechazo al intercambio comercial el único rasgo de un arte crítico o plenamente anticapitalista. Al contrario, tematizó el mercado artístico en múltiples piezas –tal vez sea ejemplar su Pecera (2014), maqueta del Museo de Arte de Lima donde, como decía, los peces grandes se comen a los pequeños– pero, sobre todo, tematizó el problema de cómo conectar la producción y el consumo del arte a través de nuevas estrategias de circulación que dinamicen ese esquema pobre –y muy limeño- de una obra que solo se conoce por el reojo que la intensidad de las fiestas de inauguración permite.
Parafraseando a Acha, podemos decir que la cosmovisión del Perú contemporáneo ha encontrado en la obra de Juan Javier Salazar una de las arte-visiones que se ha ocupado incansablemente de objetivarla, de darle una forma concreta que condense tanto sus rasgos dominantes como sus contradicciones.[9] Siempre con humor –que atraviesa prácticamente toda su obra-, alegría –aquello que, decía, al Perú nos falta- y esperanza –que, hacia el final, dijo haber perdido del todo.
Decía Acha que en los no-objetualismos “la necesidad de ir hacia las realidades más concretas y asirlas en sus efectos sensitivos e ideológicos deja atrás la mimesis como móvil y resultado artístico. El realismo se instaura entonces en timonel de las transformaciones artísticas. Pero este realismo no se dirige a lo matérico ni a lo objetual, sino a las prácticas sociales que objetivan los conceptos y comportamientos artísticos.”[10] Ese realismo –recordemos: amplificar nuestra propia realidad para reconocernos críticamente- fue una preocupación fundamental para Juan Javier, y probablemente sea su principal legado: hacer que el pensamiento y la práctica se encuentren en una vida que dedicó no solo a renovar el arte, sino también a obligarnos a hacernos cargo de nuestro lugar y papel en la sociedad.
[1] Ver: https://redaccion.lamula.pe/2016/11/01/video-fallece-juan-javier-salazar-ultimas-predicas-de-un-artista/rlescanomendez/
[2] Ver: Andrés Hare, “Juan Javier Salazar. Una nación, a pesar de sí misma” en Poder. Junio, 2016, pp. 103-111.
[3] Ver: https://redaccion.lamula.pe/2015/02/21/la-idea-es-que-todos-los-artistas-venden-aire-y-nosotros-vendemos-cosas-la-maldicion-del-objeto-ya-la-tenemos-encima/andreshare/
[4] Para una revisión crítica del problema de la mercantilización del arte en la estética marxista del siglo XX, ver: Stephan Gruber, “Mercantilización sin mercantilización: los destinos del arte bajo el capitalismo” en Bisagra002. Lima, Diciembre, 2016.
[5] No me detendré aquí en ninguna obra en particular, pero anoto que esa muestra presentó dos piezas recurrentes en la obra de Juan Javier: el cartel Perú, País del mañana y sus notables huevos fritos de yeso regados por el suelo de la galería. Ver: Mirko Lauer, “Juan Javier Salazar: La refrescante aventura de un anti-plástico” en Hueso Húmero 9, Abril-Junio, 1981, pp. 121-124. Sobre los impasses estéticos y políticos de E.P.S. Huayco (colectivo al cual Salazar perteneció), ver: Mijail Mitrovic, “El ‘desborde popular’ del arte en el Perú” en Ecuador Debate 99, Diciembre, 2016.
[6] Emilio Tarazona, “Iniciativas de monumentalidad y rituales de conmemoración: Un enfoque no programático del no-objetualismo en el Perú” en Marta Cisneros et al., Homenaje a Anna Macagno. Primer Simposio sobre la escultura peruana del siglo XX. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2003, pp. 163-176. Disponible en INCA: http://www.inca.net.pe/assets/objeto/iniciativas-de-monumentalidad-y-rituales-de-conmemoracion-un-enfoque-programatico-del-no-objetualismo-en-el-peru3/
[7] Tomado del corto documental dirigido por Karen Bernedo en el 2006. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=hyxff7zy_-o&hl=en&gl=IL
[8] El énfasis aquí está puesto en los objetos producidos por Juan Javier, pero sus acciones en espacios públicos –muchas de ellas planteadas como rituales- merecen pensarse en sus propios términos. Sin embargo, es notable que muchas de sus ideas hayan encontrado múltiples formas de materialización. Un ejemplo es la figura que el cactus asume en muchos de sus trabajos, desde su presencia física ante el parlante donde voces de mujeres le gritan “Madura, crece”, hasta su aparición en varios cuadros y dibujos. De igual forma sucede con Remate de existencias y El Rayo (cuadro del 2004, escultura del 2006), así como con la figura del perucito que, además de presentarse como un peluche, participa en la varias veces realizada Por fin algo mejor que el dinero. En ese sentido, podríamos hablar de su obra como de un conjunto de ideas o figuras que han encontrado múltiples formas de realización.
[9] Ver: Juan Acha, Arte y sociedad: Latinoamérica. El producto artístico y su estructura. México: Fondo de Cultura Económica, 1979, p. 139.
[10] Ibíd., p. 140.
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