Martín Guerra Muente
“Hay un cuadro de Paul Klee que se llama Angelus Novus.
En él está representado un ángel que parece como si estuviese a
punto de alejarse de algo que mira atónitamente.
Sus ojos están desmesuradamente abiertos, abierta su boca,
las alas tendidas. El ángel de la historia ha de tener ese aspecto.
Tiene el rostro vuelto hacia el pasado.
En lo que a nosotros nos aparece como una
cadena de acontecimientos, él ve una sola catástrofe,
que incesantemente apila ruina sobre ruina y se las
arroja a sus pies. Bien quisiera demorarse, despertar
a los muertos y volver a juntar lo destrozado.
Pero una tempestad sopla desde el Paraíso, que se ha
enredado en sus alas y es tan fuerte que el
ángel ya no puede plegarlas. Esta tempestad lo
arrastra irresistiblemente hacia el futuro,
al que vuelve las espaldas, mientras el cúmulo
de ruinas crece ante él hasta el cielo.
Esta tempestad es lo que llamamos progreso.”
Walter Benjamin, Tesis de filosofía de la historia
El imaginario simbólico de la catástrofe ha sido siempre muy seductor para los artistas, sobre todo para aquellos que cobijados por la utopía moderna sentían también la amenaza del colapso civilizatorio. Utopía y tragedia aparecen a lo largo de la historia como dimensiones indesligables de un mismo proceso. El naufragio de la cultura -que hechiza y repele a la vez- era también consecuencia de las diferentes utopías que acompañaron la consolidación de la Modernidad occidental. Visiones que se mueven entre el sueño y la pesadilla y que los artistas van a mostrarnos, gracias a una estética hecha de obsesión y perplejidad, como parte de este mundo que sucumbe a su propio delirio destructivo. La estética de la destrucción que vemos emerger aquí es la misma a la que alude Benjamin cuando propone su comprensión histórica del progreso. Los fragmentos de su tesis de filosofía de la historia son los fragmentos de una época llena de monumentos que se han levantado y caído en nombre de la civilización. Este mundo desintegrado y hecho añicos es el que debe intentar redimir el historiador de Benjamin, sobre la base de que hay algo recuperable en esa utopía perdida: algún resto, un pedazo desgajado de esa historia de fracasos. Pero el ángel de la historia que nos presenta el filósofo alemán es un ángel catatónico que no puede mirar ese paisaje hecho trizas que es la historia de la modernidad: el aluvión del progreso es una fuerza inconmensurable que arranca todo a su paso. El ángel aterrado de Benjamin lo que quiere es mirar y no puede; quiere mirar de dónde viene tanta destrucción; quiere explicar el derrumbe, la velocidad del progreso y el descarrilamiento del mundo. Esta será, de alguna manera, la misión que tiene el historiador contemporáneo del que tanto nos habla Benjamin en su epistemología de la ruina.
Violencia y destrucción son las características del mundo que la filosofía de W. Benjamin describe como escenario de una Modernidad cada vez más trágica. Si leemos con atención lo que nos describe nos encontraremos con una imagen realmente espeluznante. El paisaje que imaginamos, sin mucho esfuerzo, es el de la devastación que la modernidad bélica va dejando a su paso. El texto -escrito en 1940- sirve como alegato, testimonio y, sobre todo, tesis epistemológica sobre la historia y la ruina. Es decir, una forma de estudio y comprensión de la destrucción moderna y de sus alcances filosóficos y estéticos. Solo con una comprensión de esta misma historia se puede hacer frente a esa estética del terror que reivindicó el fascismo: una propuesta que mezclaba la recuperación de la ruina clásica con la utopía del fordismo bélico como máquina de guerra. Para Benjamin, politizar la estética, como reclamaba en otro de sus agónicos textos, pasaba por hacer legible la historia para las masas. Es decir, comprender el movimiento histórico para el futuro: la ruina como destrucción y la utopía como emancipación. Sin esta dialéctica de la historia no podía haber redención. Y para la época de Benjamin, el futuro era la consigna, aunque eso supusiera el caos y el terror de la explotación maquinista del trabajo y la guerra.[1]
Pero cada época tiene sus fuerzas destructoras, su propia maquinaria para la devastación. Así como sus propios fantasmas y una estética que plantea una forma de acercarse a la representación del tiempo y el espacio. ¿Qué caracteriza entonces al mundo contemporáneo? Pues una obsesión estética por el pasado, el vestigio y la ruina y donde el futuro, más bien, queda abolido como horizonte de especulación. Es un mundo que está atrapado entre ritmos y velocidades, síntomas de confusión y de vértigo y donde la nostalgia cultural se mezcla con la futurología del capitalismo. Es decir, entre un pasado convertido en un espectáculo estetizante y un futuro que es producto de las maquinaciones del capital y la especulación financiera. Y si la modernidad se caracterizó por ser ese periodo de la historia que proyectaba sus energías en el progreso y el futuro, nuestro presente vive más bien como en un estado de energías inerciales e incluso de catatonia. El ángel de la historia ya no está siendo abducido por esas fuerzas del futuro, sino que se arrastra -exhausto- por ese mundo finalmente devastado por la combustión capitalista. La imagen de este nuevo ángel de la historia es la de la ciencia ficción distópica que, como en Blade Runner, recorre unas ciudades donde conviven la novedad y el residuo, el simulacro y la ruina.
El fracaso total del imaginario utópico ha hecho que el futuro deje de ser un horizonte de especulación artístico y político y haya terminado colonizado por el capitalismo financiero. Como dice Mark Fisher en su libro sobre los futuros perdidos de nuestro mundo contemporáneo: “La lenta cancelación de futuro ha sido acompañada por una deflación de las expectativas”[2] Expectativas que no solo tenían que ver con imaginar lo nuevo, culturalmente hablando, sino también con un proyecto político que intente recuperar las expectativas por el futuro. No volver sobre la vieja idea moderna de la novedad permanente, pero sí recuperar el sueño utópico de liberar un deseo sobre la posibilidad de algo diferente. Un sueño concreto que apunte a, como dice Jameson, inventar “formas sociales y económicas alternativas”.[3] Frente al fracaso de la relación entre política y futuro, el pasado gana terreno como una fenomenología del fin de la historia y la política. Es ahí que aparece la ruina como el testimonio más contundente de este fracaso, como una escenografía o arquitectura atemporal de esta derrota. Si durante la modernidad, la ruina se rebelaba ante la obsolescencia del mundo de la técnica y la mercancía, en el mundo contemporáneo convive con las formas funcionales de la urbe neoliberal. Más que como un vestigio del terror como una tipología cultural. O incluso como un souvenir para los museos de arte contemporáneo.
Si como dije más arriba, la historia de la ruina es diferente en cada época, la nuestra es la del capitalismo neoliberal que subsume todo dentro de su lógica de flujos y valor de cambio: políticas urbanísticas, diseños arquitectónicos, abandono, etc. Una época que promueve la obsolescencia y la aceleración infinita y que va dejando a su paso una geografía desigual de zonas financieras y cordones de pobreza.[4] Es ese el paisaje de nuestro presente trágico, delineado por ruinas de todo tipo: ruinas de guerras, de abandonos políticos y sociales, de especulación financiera, etc. Y esto, acaso, explicaría el interés de muchos artistas contemporáneos por abordar estos temas que, desde diferentes medios y puntos de vista, convergen en esta pulsión por la nostalgia: un interés estético y discursivo por la memoria material e histórica de la modernidad. No es exagerado afirmar que se han convertido en un lugar común los proyectos relacionados con el recuerdo o la recuperación de elementos de otras épocas. El diagnóstico no solo se relaciona con todo aquello que se ha dicho sobre el impulso nostálgico, tanto en la música, como en la arquitectura, sino también como la fórmula de una posmodernidad local y reverberante que todavía promueve la apropiación del pasado como el gesto crítico por excelencia.[5]
Es una tentación pensar que esta fascinación por la ruina es también un intento por recuperar la historia fragmentada que la violencia del neoliberalismo deja a su paso. Una suerte de cartografía de un mundo colapsado o a punto de colapsar; o de una cultura contemporánea que es poco a poco reemplazada por la cultura del emprendedurismo que celebra el individualismo y destruye cualquier posibilidad de comunidad. Como comenta el crítico cultural Alonso Almenara, en un pasaje de su artículo sobre el artista José Carlos Martinat:
"Pero también es posible detectar otras urgencias expresivas asociadas a los fantasmas de la devastación: basta con hurgar entre los escombros que deja la modernidad neoliberal. El apropiacionismo radical de Martinat, así como las poéticas del archivo que arrasan hoy en los círculos del arte contemporáneo, apuntan subliminalmente en esta dirección. Todas estas piezas parecen ser más propias de un búnker subterráneo que de una galería de arte o un museo. En el fondo, son formas artísticas acordes con las tensiones del capitaloceno: arqueologías del fin, o que se preparan para el fin."[6]
Las arqueologías del fin de la que nos habla Almenara son consecuencia de la privatización de la destrucción, una suerte de oferta de turismo estético sobre los restos de la aplanadora neoliberal. Como ese turismo de la miseria que se ve en algunas películas o incluso como ofertas de viaje, el arte contemporáneo ofrece un elocuente archivo de miserabilismo estetizado. Ruinas que son presentadas para una demanda de sensibilidad aristocrática y que neutralizan el carácter político de la destrucción. Como si el paisaje de la devastación que vemos por todas partes no tuviera que ver con las fuerzas materiales de la destrucción del capitalismo. De esta manera es que el imaginario simbólico catastrofista se vuelve un decorado kitsch para una instalación artística o un paisaje pictórico.
Captura de la web de la galería Marc Straus con imágenes de Ruinophilia, la más reciente exhibición de José Carlos Martinat. Disponible en: https://www.marcstraus.com/exhibitions/ruinophilia-jose-carlos-martinat/
Si durante la modernidad la nostalgia era precisamente la recuperación de las utopías perdidas por el ritmo frenético de la historia, de los espectros que moran entre los escombros del mundo, ahora pareciera que fuera un sentimiento de parálisis política. Pocas veces la apuesta cultural es por recuperar, para el futuro, una voluntad más relacionada con la explicación forense o la historia política. Así, la nostalgia pasa de ser resistencia a ser un fetichismo de los símbolos del pasado. Y aunque exista, en algunos casos, la voluntad por la recuperación de ciertas energías utópicas, aquí de lo que hablamos no es precisamente de eso. De hecho, en gran parte de la cultura retro en la que vivimos no existe nada parecido a una recuperación de la historia política de las formas o los diseños. Y sí más bien a fórmulas despojadas de una historia política, social y económica. Todo ello apunta a una cultura del loop y el delay del pasado como una onda débil y casi inaudible. Esto también se relaciona con aquello que denuncia el crítico de arte Mijail Mitrovic en el arte contemporáneo y es, a saber: una contemporaneidad pasatista que fetichiza el pasado.[7] Pero esto es solo el síntoma de una declinación generalizada por pensar el mundo contemporáneo, sus espacios y sus formas, sus redes y sus movimientos; una renuncia a proponer una estética de la sociedad de consumo y la economía neoliberal. Lo que, además, facilitaría el trabajo de dichos artistas que terminan hablando de todo menos del mundo contemporáneo: la economía capitalista, el trabajo precario, el edificio corporativo, etc. Aquí también se pone en juego una estética del presente que ayude a comprender el mundo contemporáneo. Como afirma Jameson:
"Me parece enormemente sintomático comprobar que el estilo mismo de las películas de la nostalgia invade y coloniza incluso filmes de nuestros días con ambientaciones contemporáneas, como si, por alguna razón, no pudiéramos abordar hoy nuestro propio presente, como si nos hubiéramos vuelto incapaces de producir representaciones estéticas de nuestra experiencia actual."[8]
La paradoja de todo esto es que mientras imaginar el futuro se vuelve imposible, el presente, de alguna manera, está siendo colonizado por el futuro a través de la especulación financiera.[9] La apropiación del futuro por grandes proyectos que planifican sus inversiones para dentro de algunos años. La construcción de tal complejo, la inversión de tal cantidad de dinero para un edificio o un centro comercial. Así el pasado se convierte en mitología cultural y el futuro en un proyecto cuya claridad depende de la especulación financiera: la inmobiliaria, las inversiones de los fondos internacionales, la deuda, el consumo y la publicidad por internet, el algoritmo de predicción, etc. En ambos casos hablamos de alienación: una historia y un futuro mercantilizados.[10]
Las ruinas contemporáneas del arte
Las ruinas del arte contemporáneo presentan una serie de problemáticas que trataré de analizar aquí. Para ello voy a basarme en tres exposiciones realizadas en Lima en los últimos años, del 2015 al 2017. En todos los casos la ruina opera como una simple marca, como la evidencia física de un acontecimiento, cuando debería pensarse, más bien, como una estructura de interpretación alegórica. Es decir, como un esfuerzo por reestructurar los datos fragmentarios de la historia.[11] En las tres propuestas, sin embargo, la ruina aparece en un estado de abstracta plenitud, como si su sola presencia pudiera evocar toda la historia y sus fantasmagorías. Una suerte de autoridad de la ruina cuya presencia tendría que ver con eso que Benjamin llamaba aura: la aparición irrepetible de una lejanía por cercana que esta pueda hallarse. En este caso, por más expropiada o falseada que esté siempre va a traer consigo el culto solemne al pasado. La ruina, en ese sentido, funciona no solo como vestigio de una historia que pretende ser más profunda y tal vez más aurática, sino también como un acto de desactivación de las posibilidades utópicas del futuro. Estas ruinas están abandonadas a su suerte, más allá de los esfuerzos retóricos por poner a estas ruinas en un contexto histórico y político que les proporcione la densidad alegórica que se merecen. Pues si como afirma Beasley-Murray, “Al estar incompletas, las ruinas no pueden hablar por sí mismas y tienen que ser explicadas; requieren un suplemento que les asegure su representabilidad. Necesitan algo más.”[12], aquí probablemente estemos frente a una omisión en cuanto a esta comprensión y explicación de la historia contemporánea de la ruina.
Poéticas del resto
La primera exposición que analizaré es Poética del resto (Stellar 1) de Giancarlo Scaglia de 2014, presentada en la Sala Luis Miró Quesada Garland del distrito de Miraflores con curaduría de Gustavo Buntinx, y que con un despliegue muy ambicioso ponía a la ruina como eje central del proyecto. La ruina en este caso aludía a un pasaje de la historia peruana reciente, la matanza de la Isla del Frontón en 1987, perpetrada por la Marina de Guerra del Perú bajo el mando del presidente de ese entonces Alan García Pérez. Una exposición que ofrecía una inmersión sensorial de la ruina y una invitación a una experiencia envolvente con la historia más reciente del Perú. La exposición se componía de diferentes piezas entre las que se encontraban, a manera de catálogo -que incluía la investigación y el trabajo de campo-, diversas técnicas artísticas: algunas más escultóricas, otras que podían pensarse como instalativas, cuadros de gran tamaño, objeto encontrado, todo un despliegue de formatos que intentaban acusar una preocupación o un compromiso con la historia violenta del país. Una de estas series llevaba como nombre “Stellar aéreo” y estaba compuesta por cuadros de gran tamaño realizados a través de la técnica del frotage, tal como indicaba la ficha técnica, y que ofrecían la indexación de la materialidad de la violencia a través de la reproducción de los orificios de bala. El resultado del grabado en papel de la superficie de los muros entintados simulaba la visión astronómica de un planetario, algo que debía funcionar -me imagino- como metáfora del infinito. Lo que no quedaba claro era el infinito de qué: ¿de la violencia? ¿de la redención? En cualquier caso, se renunciaba a presentar una visión menos relacionada con el espectáculo y más comprometida con algún tipo de epistemología histórica.[13]
Otra de las series se llamaba “Constelación” y exhibía un archivo de piedras y escombros que se presentaban, al parecer, con una voluntad taxonómica. Es decir, como si fuera un estudio de la materialidad de la ruina. Es más, toda la puesta en escena buscaba relacionar el proyecto artístico con algún tipo de proceso de investigación: desde la bitácora como un medio de indagación o de exploración cuasi sistemática hasta ciertos guiños al trabajo de campo y el de gabinete. Pero esta escenografía se encontraba con otra donde los datos dejaban de importar y se imponía, más bien, una lectura más arcana y ritualizada. Aquí el artista se conformaba con cambiar la historia por el paisajismo y la memoria política por una visión romantizada de la naturaleza. La ruina, como producto de la violencia atávica, se convertía en ornamento del diseño del arte contemporáneo y cualquier alusión a lecturas más políticas o antropológicas, incluso forenses, se quedaba en simulacro.
Captura de la web de Revolver galería, con imágenes de Poéticas del resto. Disponible en: https://revolvergaleria.com/artistas/artistas/giancarlo-scaglia/
Una exposición prolija en cuanto a recursos, pero problemática a la hora de proponer una revisión de la materialidad de la ruina y la relación que tiene con la historia. Y esto debido, sobre todo, a cierta impostura en las piezas y al display. Es decir, del notorio esfuerzo del artista por satisfacer todos los requerimientos de la institucionalidad artística. Y esto pasa, como ya mencioné, con ciertas tipologías formales muy recurrentes pero vacías de contenido (el trabajo con el archivo, por ejemplo) y, sobre todo, de ciertos asuntos temáticos cuasi obligatorios para los artistas: los derechos humanos, el giro ético, la virtud crítica, etc.[14] ¿Qué nos dice la exposición sobre la historia de este terrible episodio más allá del detallado inventario de formas y materialidades? Probablemente nada. Por ello, lo que pudo ser una interesante exposición terminó por ser eclipsada por la preocupación del artista de aparecer como un médium cósmico, más empeñado en inscribir su trabajo en una tradición formalista del arte que en ser un productor de imágenes sociales. Es decir, de ofrecer algún tipo de interpretación sobre la densidad histórica e ideológica de estas ruinas en concreto, de su materialidad conflictiva; o incluso sobre las secuelas políticas de aquella época. Al final la sensación que dejaba era la de estar frente a una exposición cargada de romanticismo burgués, por el hiperbolizado culto a la personalidad. La ruina, en ese sentido, no aparecía como vestigio de una narración histórica sino como una abstracción de las pretensiones del artista. Por ello es muy pertinente la pregunta que se hace el artista Santiago Quintanilla cuando analiza la muestra: ¿para quién recupera Scaglia esos restos? Pues, como adelanta el mismo Quintanilla, para el mundo fetichizado de la institución artística.
En ese sentido, la ruina como una mitología personal y trascendente no aporta más que al mundo del fetichismo de la mercancía. El secuestro de la historia a la opacidad y el historicidio.[15] A esta lectura de la representación esotérica de la ruina contribuía el texto del curador Gustavo Buntinx, que en vez de aclarar las interpretaciones del artista ayudaba al desconcierto con ese discurso cargado de un irracional misticismo. Múltiples referencias a una metafísica pomposa y grandilocuente: sudarios crísticos, ángeles y toda una batería de palabras cargadas de un absurdo atavismo. Las poéticas del resto de las que nos habla Buntinx, como sedimento y testimonios de lo indiciario, se extravían al lado de la tradición pictórica que se hace presente en esta exposición. La puesta en práctica del paradigma moderno -con su carga de espiritualidad y virtuosismo trascendental- nos hablan de una mitología pequeñoburguesa más que de una historia de las imágenes sociales y de los restos de las tragedias del pasado.
La ciudad y la ruina
De un tiempo a esta parte los artistas que trabajan con la ciudad y la arquitectura se limitan a representar solo una parte de estas problemáticas, sin asumir la complejidad de una representación de la vida económica y productiva de las ciudades. Han renunciado, de alguna manera, a producir la experiencia del espacio y la materialidad social; a pensar la relación que tiene la ciudad y arquitectura con las relaciones sociales y las dinámicas que generan ciertos espacios. Siguiendo el análisis que hace Kristin Ross sobre la producción social del espacio en la poesía de Rimbaud, este “permite que prevalezcan las relaciones sociales: espacio como espacio social, no como paisaje”.[16] Lo mismo pasa con la arquitectura, pues en su desplazamiento hacia la representación los artistas muchas veces se olvidan que los modelos arquitectónicos comprenden una dimensión social. Dicho esto, es interesante pensar el trabajo de Miguel Andrade y Andrea Ferrero a la luz de estos presupuestos. ¿Qué tipo de espacio social nos muestran con sus ruinas modernas?
Lo que nos encontramos en las dos exposiciones que vamos a analizar es un paisaje de la ruina al servicio del consumo y el espectáculo visual. No hay pues nada relacionado a la problemática de la vida infra urbana, ni el abuso de la maquinaria de la expropiación capitalista, eso que el geógrafo David Harvey llamó “acumulación por desposesión”. Tampoco hay ninguna evidencia de la lucha de clases por el espacio social. La arquitectura de la derrota termina aquí su proceso de reificación como producto exotizante. Los dos artistas se han olvidado de la tensión entre forma y producción social, así como de la tensión entre pasado y futuro. O tal vez no es que se hayan olvidado, sino que desde los espacios asépticos del arte contemporáneo el mundo de la ruina solo se puede presentar despojado de conflicto. Y claro, tampoco se puede pretender presentar el futuro como producto de la colonización y la especulación financiera. Sobre todo, si se trata del suelo y la función de acumulación de valor que tiene. Como pasa con la gentrificación, donde la apuesta por la renovación tiene que ver con una apuesta económica por el futuro. Para Jameson: “Esto solo es posible porque el capital ficticio se orienta hacia la expectativa del valor futuro: y así, de una sola pincelada se revela que el valor de la tierra está íntimamente relacionado con el sistema crediticio, la bolsa y el capital financiero en general.”[17] Y en el caso concreto de Lima, la especulación inmobiliaria se mezcla con la privatización del espacio social, así como con el abandono no solo de políticas urbanas sino también de políticas públicas de vivienda. Lo que da como resultado una ciudad donde se superponen los tiempos y las formas arquitectónicas y donde la ciudad residual convive con la ciudad corporativa del flujo y la abstracción.
Miguel Andrade
En Corte de tiempo, exposición de Miguel Andrade de 2018 en la sala Luis Miró Quesada Garland de la Municipalidad de Miraflores, el artista presentó un recorrido por una serie de piezas -unas más bidimensionales y otras más escultóricas- que estarían relacionadas con un interés por la acumulación y la sedimentación de materiales de una ciudad. Oxidación, enmohecimiento, deterioro y desgaste como expresiones de una ciudad que acumula materiales y mensajes en las diversas superficies que la cercan y la recorren. Una historia de los restos que se superponen en las paredes y cuyo resultado nos remite a la historia social, cultural y política de un lugar determinado. Capas tectónicas que podrían revelar la carga ideológica de una ciudad o sus conflictos políticos y sociales. No obstante, en las piezas de Andrade no había imaginarios en disputa pues estos habían sido borrados por completo, limpiados de toda política e ideología; fueron sometidos a un proceso de abstracción formal y representacional. Ahora bien, ¿qué implicancias tiene esto para un trabajo sobre el espacio social? ¿Qué consecuencias cuando se trata de la ciudad y sus recorridos?
Probablemente la primera consecuencia sea, como ya se ha visto, la privatización de la destrucción y por ende la conversión del espacio público en espacio privado. No hay ciudad ni sociedad civil en los muros de Andrade, solo superficies limpias y puras que nos remiten, más bien, a un mundo de deleites privados y corporativos. Y aunque se hablaba de ciudad, esta solo aparecía como un referente lejano e intercambiable. Lo mismo con la selección de piezas: formatos de gran tamaño, muy formalistas y abstractos que más que hacernos pensar en la relación de los materiales con las problemáticas de orden económico y social de la ciudad parecían más preocupadas en sus formas de exhibición. Formas expandidas, como acabo de decir, más cercanas al paisaje corporativo que a una mirada compleja sobre la ciudad. Es como dice el teórico de la arquitectura Philip Ursprung sobre la fotografía del terrain vague, “Representar la ciudad bajo el disfraz del terrain vague no implicaba un análisis o una crítica de las fuerzas crudas del capitalismo que impulsaban el proceso de urbanización, sino que, más bien, la fotografía naturalizaba estas fuerzas y las convertía en un fenómeno estético, en una imagen que podía contemplarse desde una distancia segura.”[18] En esta exposición el referente había sido abolido y la distancia era la de la mirada que naturaliza las fuerzas de la destrucción. Por ello lo que debía aparecer como un recorte o extracción del espacio público, con sus turbulencias sociales, sus cuerpos en movimiento, sus horarios, la performance, finalmente, del espacio contemporáneo terminaba por desaparecer en una visión sin referentes. Todo lo que en la calle es tensión social y política aquí se convertía en propiedad; lo que debía ser movimiento pasaba a ser espectáculo. La conversión fenomenológica del caos y el colapso en una superficie para el deleite privado y burgués. Una propuesta que remite a una ideología muy generalizada en ciertos ambientes del arte contemporáneo y que termina por mostrarnos repeticiones de modelos que aluden a temas muy complejos pero que siempre se presentan de una manera descontextualizada.
Es interesante también ver el juego de referencias en los diferentes textos que aparecieron sobre la muestra: en uno de ellos se menciona a la abstracción norteamericana de los años cincuenta como referencia, lectura que dice mucho de los intereses del artista que en vez de buscar una conexión arqueológica o forense con la ciudad está más preocupado por las cuestiones formales. De hecho, hubiera sido más pertinente asociar este proyecto con lo que hacían los artistas franceses del decollage, por la idea de las texturas y superficies urbanas, pero donde en estos había una deformación generada por el caos y el desenfreno de la ciudad en Andrade la apuesta era por un formalismo despojado de realidad. Para el crítico de arte Benjamin Buchloh el mérito de los artistas del decollage estaba en “la abolición final de la estructura reticular cubista, la eliminación del espacio ilusorio, lo plano de la superficie pictórica, pintura como objeto autónomo y autorreferencial, la organización no relacional de elementos formales y, finalmente, el anonimato de los procedimientos y materiales de producción.”[19] No es gratuito que el artista quiera pasar la calle por ese formalismo autónomo y autorreferencial del que nos habla Buchloh, aquí probablemente está la clave de una exposición que abordaba temas tan complejos como el de la ciudad y la acumulación, la ruina y el despojo desde formatos tan visitados por el altomodernismo. Y si con los artistas del decollage uno se relacionaba con la deriva y el detournement situacionista, por la cercanía de algunos de estos con el letrismo y Debord, aquí más bien uno se topaba con un escenario más cercano a la arquitectura aséptica de la ciudad transnacional y financiera. Una ciudad que ciertamente convive con el caos, la pobreza y el consumo, pero al que se le da la espalda ofreciendo un simulacro de movimiento y de espacio público.
Como se ve, cualquier alusión a los referentes de la ciudad ha sido borrada. No hay rastro ni vestigio de particularidad. La ciudad de Andrade es la ciudad transnacional y genérica, donde impera el valor de cambio por sobre cualquier relación con el mundo y la realidad. Si la exposición trata sobre el tiempo y la ciudad aquí probablemente estamos hablando del tiempo y la ciudad abstracta de las finanzas, con su diseño y su arquitectura fluida y aséptica.[20] Un regreso a las formas limpias del modernismo pero en el siglo XXI, donde la utopía del funcionalismo a la Le Corbusier ha dado paso a la distopía de un funcionalismo del alto capitalismo. La estética de Andrade es muy reveladora en cuanto a la visión que tiene el arte de la ciudad: un espacio burgués de musealización de los espacios distópicos contemporáneos. Las muchedumbres extraviadas en los pasillos de los centros comerciales, o los extenuantes desplazamientos de los trabajadores por las mega urbes contemporáneas, quedan abolidas en el espejismo de la experiencia ejecutiva. Eso que Jameson describía de manera tan fascinante como el realismo sucio, una arquitectura residual a lo Blade Runner, donde la ciudad es un búnker urbano de movimiento comercial, es imposible de cartografiar desde el translúcido mundo de las instituciones artísticas y financieras.[21]
Captura de la web de Miguel Andrade Valdez, con imágenes del proyecto El tiempo en la ciudad de Lima. Disponible en: https://andradevaldez.com/eltiempoenlaciudaddelima1/
Ahora bien, aquí no se trata de contraponer a esta imagen de lo abstracto un realismo más crudo; de lo que sí se trata, en cambio, es de señalar las operaciones, muy ideológicas, de descontextualización del mundo y de las consecuencias que trae esto consigo. Estilizar la ciudad y no relacionar sus espacios -los lujosos y los residuales- con la maquinaria de circulación y devastación del capital es perpetuar la lógica del simulacro del arte contemporáneo. Simulacro de un conocimiento que nunca se llega a producir. En el caso concreto de este trabajo, pensar en la economía de los materiales como una realidad que se relaciona, como ya he dicho antes, con los flujos y los movimientos de una sociedad cada vez más privatizada. Algo que irónicamente se deja ver en el trabajo de Andrade pero como el triunfo de la abstracción de todas las problemáticas sociales de la ciudad. Lo que dice Jameson sobre la falsa disyunción entre realismo y experimentalismo nos podría ayudar un poco a pensar qué tipo de realismo es el que se requiere:
"El espíritu del realismo designa una actitud activa, curiosa, experimental, subversiva –en una palabra científica- hacia las instituciones sociales y el mundo material; y la obra de arte “realista” es por tanto la que alienta y disemina esta actitud; no lo hace meramente, sin embargo, de un modo plano o mimético o dentro de las líneas de la imitación únicamente. En efecto, la obra de arte “realista” es aquella en la que las actitudes “realista” y experimental son puestas a prueba, no sólo entre sus personajes y sus realidades ficticias, sino además entre el público y la obra misma y –no menos importante- entre el escritor y sus propios materiales y técnicas. Las tres dimensiones de una práctica semejante de “realismo” explotan claramente las categorías puramente representacionales de la obra mimética tradicional."[22]
Pero no todo era tan abstracto en esta exposición y por ahí se asomaba una perspectiva menos elitista de la ciudad moderna y contemporánea. En la serie “Muros blancos de Chico”, el tema principal era la estructura compositiva de la canción Construção de Chico Buarque. Y aunque el artista estaba más preocupado por descifrar formalmente la canción, la historia trágica y obrera de la explotación se abría paso entre tanto formalismo. Si como dije al principio, cada época tiene sus ritmos y velocidades, así como sus propias ruinas, en la canción de Buarque esta dimensión alude al desarrollismo arquitectónico de las ciudades brasileñas. No nos olvidemos que Buarque estudió arquitectura en Sao Paulo, una de las ciudades más brutales en términos de diferencias sociales y con una arquitectura modernista importante. La ciudad desterritorializada de Andrade, que parecía la representación de un paisaje corporativo, contrastaba con la historia del trabajador exánime de Buarque que se mueve, hipnótico, por este mundo de rutinas tediosas y exasperantes. La cuestión de la performance arquitectónica y urbana, que supone trabajo y experiencia, se hacía presente con la canción de Buarque.
Andrea Ferrero
La última exposición que analizaré aquí es la de Andrea Ferrero, Mil maneras de olvidar, presentada en 2017 en la galería Ginsberg de San Isidro en Lima. El texto de la exposición decía lo siguiente:
"La implementación de un proyecto arquitectónico fue fundamental para imponer un orden social, utilizando elementos como la escala y la ornamentación para reforzar los ideales coloniales. Hoy, enraizada en el paisaje urbano de las ciudades Latinoamericanas, éstas arquitecturas (sic) encarnan una jerarquía socioeconómica que subraya la persistencia del clasismo. Esta exposición proponía generar una serie de transformaciones y ficciones, reconociendo la arquitectura como un componente crítico del discurso colonial y la memoria como una herramienta necesaria para imaginar posibles futuros. Reúne una serie de fragmentos: improntas de látex tomadas de espacios (permeados no solo de las connotaciones que contienen sus propias formas, sino también del significado adquirido en la vida cotidiana) y contornos de secciones de edificios coloniales reproducidos a partir de elementos tomados de planos arquitectónicos y plantillas de Sketchup."[23]
Como se puede leer en el texto, la exposición proponía una revisión de algunos elementos de la arquitectura colonial y lo hacía a través de un proceso que la misma artista llamaba “momificación”. La momificación es un proceso a través del cual se busca conservar algo, evitando su descomposición. Lo que se puede inferir de los textos de Ferrero es que dicha conservación tiene como fin una autopsia crítica del poder político de los materiales y los estilos. El juego entre el nombre de la muestra y la operación de conservación nos sitúa en una suerte de terapia de identificación de un síntoma, en este caso del síntoma del poder y la ideología. Es decir, la artista reproducía ciertos emblemas y elementos que serían constituyentes de las operaciones ideológicas de la arquitectura colonial con el fin, acaso, de redimir al pasado de los fantasmas coloniales. Sin embargo, la propuesta de Ferrero tenía muchos vacíos y contradicciones. Porque si de lo que se trataba era de revelar el uso del ornamento como signo de poder, no se entiende muy bien si para la artista la ruina arquitectónica pone en evidencia una decadencia de clase o más bien una mirada cargada de melancolía aristocrática. En cualquier caso, hay una visión idílica que busca en el testimonio petrificado de estos objetos una suerte de epifanía. Como lo describe la escritora argentina María Gainza en su novela El nervio óptico:
"La ruina artificial era una forma de restablecer vínculos con la Antigüedad; no es casual que surgieran en vísperas de la Revolución Industrial. La artificialidad exacerbaba la melancolía por lo perdido; los ricos se regodeaban en su tristeza. Imaginen a un grupo de personas ociosas soñando en medio de bostezos y capiteles romanos con un pasado glorioso. A veces funcionaba como memento mori: los dueños de casa caminan por el jardín y, al toparse con un pedazo de obelisco de punta tronchada, tiritan de emoción, imaginando que quizás algún día ellos también lo perderán todo."[24]
Como ha analizado Mark Fisher, hay una melancolía, que él llama hauntológica, y que se diferencia de otro tipo de melancolías porque genera una indisposición a la hora de aceptar un presente cruelmente competitivo, una inadaptación a la doctrina de la resignación del realismo capitalista. Las otras melancolías tienen que ver con sentimientos que suspiran frente a un pasado que ya no existe y donde el recuerdo se convierte en una experiencia paralizante. Lo que diferencia a una de otra es que una vive para cambiar el presente y las otras se regodean en el pasado; los primeros son unos melancólicos que se resisten a ese futuro colapsado del neoliberalismo posfordista y los otros, más bien, han abandonado la consciencia sobre el tiempo y se han entregado a las formas de la melancolía ritualizada. La exposición de Ferrero se presta a la confusión que genera la melancolía, sobre todo porque sus figuras están aisladas del entorno, separadas de un sistema que ha visto transformar los modelos de explotación del suelo y de especulación inmobiliaria. Más allá de sus intenciones, las figuras de Ferrero están sublimadas por el recuerdo, nos hablan desde la evocación de un tiempo que se ha ido y no de sus transformaciones. El trasfondo ideológico es, finalmente, el miedo a la destrucción de una intimidad de época, en este caso concreto, de unas alegorías ornamentales que hablan de un esplendor que se ha ido perdiendo.
Captura de la web de Ginsberg Galería, con imágenes de la exhibición Mil maneras de olvidar. Disponible en: https://ginsberggaleria.com/Mil-maneras-de-olvidar
La ruina, indefectiblemente, tiene que ver con la pérdida, el deterioro y la decadencia; también con el recuerdo de algo incompleto, incluso derrotado. Y es ciertamente la nostalgia la que activa el recuerdo de dicha imposibilidad. Por ello el gran problema de este y otros trabajos es lo que diferencia a los artistas hauntológicos -según Fisher- de los que no lo son. Y aunque Ferrero parece ser más una artista de la nostalgia ritualizada aspira a ser una artista hauntológica: su empeño está en plantear una crítica a un modelo arquitectónico y al despliegue de su poder decorativo. Algo que a todas luces es irrelevante si se toma en cuenta la maquinaria del urbanismo neoliberal y el poder de las políticas y la economía de la construcción. Si la artista quería proponer una crítica a ciertos mecanismos del poder de la arquitectura debió pensar, más que en esa mirada embelesada por la antigüedad decorativa, en las performances políticas y sociales y ciertamente en las proyecciones que tiene esta en el presente y el futuro. De lo contrario, su mirada parece enfocarse en algo completamente distinto de lo que propone. Pues si es verdad lo que dice Huyssen sobre que “Un imaginario de ruinas es fundamental para cualquier teoría de la modernidad que quiera superar el triunfalismo del progreso y la democratización y el deseo de retorno a un pasado de poder y grandeza”[25], aquí lo que queda claro es que la artista confunde la melancolía con crítica, el inconsciente visual aristocrático con una lectura deconstructiva de la arquitectura.
Vivir en el pasado es una forma también de negarse a aceptar el presente, de resistirlo oponiendo un ethos o un estilo de vida. El problema es que el pasado no puede volver y dicha melancolía pasa a ser solo un gesto, un amaneramiento. La mirada crítica del melancólico se confunde también con cierto desdén por el cambio y la novedad, con la mirada conservadora que busca la restitución del viejo orden. La de Ferrero, como la de muchos artistas de las últimas décadas, es una mirada que se parece a esta: una mirada que fetichiza el pasado y sublima la economía política de las formas. Para esta melancolía es suficiente pasar revista a los capiteles, molduras y balaustradas de una época, al margen de la comprensión histórica del diseño y la arquitectura en relación al capitalismo contemporáneo. Como en El nervio óptico de Gainza, la economía libidinal está puesta en la posibilidad de la pérdida, en el goce por la decadencia de una clase social. Frente a la vulgaridad del inversionista inmobiliario que todo lo ve ganancia, está la imagen estilizada y hierática del diseño de la época. ¿Cuál es el futuro de esa intimidad perdida y en decadencia? Una resistencia romántica y anacrónica de la ciudad, el diseño y las formas.
La Modernidad y su aceleración descontrolada fue algo que perturbó la consciencia de los artistas de finales del siglo XIX y principios del XX. El arrebato de la nostalgia por los orígenes significaba la desesperación por un mundo que se desvanecía. El terror de la Modernidad era el terror de lo transitorio y la razón técnica. Y a su vez, la fascinación casi apocalíptica por el encuentro entre la ruina y la fábrica, por una velocidad terminal y entrópica. Ruina y alienación como partes constituyentes de la historia de la Modernidad. Es por ello que no se puede entender la destrucción y el abandono sin pensar en aquello que la provoca. El mundo contemporáneo nos obliga a pensar en la ruina como parte de la desindustrialización y la gentrificación neoliberal de algunas ciudades. Y eso es lo que finalmente no encontramos en ninguna de las tres exposiciones: ya sea que la ruina se presente como parte de la memoria histórica o como parte de la ciudad y la arquitectura no hay ningún intento de explicar o proponer algún tipo de lectura política sobre la relación entre ruina, destrucción y neoliberalismo. Al final lo que nos deja es una melancolía de los escombros que se mueve, como hemos visto, entre el recuerdo aristocrático y la conciencia ética liberal y donde no hay ningún indicio de responsabilidad sobre la muerte, el sufrimiento y el abandono.
Queda pendiente, entonces, hablar de trabajos que están pensado la ruina desde otras perspectivas menos estetizantes. La ruina como una reflexión sobre la destrucción política, el colapso social, la conquista del futuro por la economía. Porque es importante que los artistas que se interesan por las arquitecturas del pasado comiencen a pensar en las funciones que tienen estos espacios en el presente; asimismo por las relaciones sociales y los movimientos que generan las formas, los diseños y los materiales hoy en día. ¿Qué hacen los diseños con nuestros cuerpos? ¿Qué relación tienen los espacios con el trabajo? La relación entre diseño y trabajo es crucial a la hora de pensar los espacios y el cuerpo. ¿Qué ha hecho el neoliberalismo con las superficies, la calle, los espacios corporativos y residuales? Demasiados temas y preguntas para los artistas del mundo contemporáneo y a los que hay que pedirles más reflexiones sobre las formas y el diseño de ahora, no tanto de lo que ya no es sino de lo que es y de lo que vendrá. Comenzar a pensar esas futuras ruinas, las ruinas de la ciencia ficción neoliberal.
[1] Un artista que va a plasmar de manera notable esa combinación entre ruina y alienación productiva es De Chirico, en lo que se va a conocer como estética metafísica. Paisajes desoladores donde la ruina y el monumento clásico conviven con la soledad y el automatismo del mundo taylorista de la modernidad.
[2] Mark Fisher, Los fantasmas de mi vida. Buenos Aires: Caja negra, 2018. p. 32
[3] Jameson ha analizado en diversos textos el carácter político, científico y radical de la utopía. Sobre la utopía en Jameson véase Arqueologáis del futuro. Madrid: Akal, 2015
[4] Sobre la aceleración, hay un debate interesante entre los llamados aceleracionistas -como Williams y Srnicek- que promueven acelerar las condiciones del capitalismo para redireccionar las fuerzas productivas, y por otro lado gente como Benjamin Noys que más bien cuestionan algunos de estos presupuestos. Ver Armen Avanessian y Mauro Reis. Aceleracionismo. Estrategias para una transición hacia el poscapitalismo. Buenos Aires: Caja negra, 2017; Benjamin Noys. Velocidades malignas. Aceleracionismo y capitalismo. Madrid: Materia oscura, 2018
[5] Son varios los autores contemporáneos que llaman la atención sobre esa cultura de la nostalgia. Ver F. Jameson. El giro cultural. Buenos Aires: Manantial, 2010. Bifo. Después del futuro. Desde el futurismo al cyberpunk. El agotamiento de la modernidad. Madrid: Enclave, 2014. Y sobre música ver Simon Reynolds. Retromanía. Buenos Aires: Caja negra, 2012. Y Fisher. Op. Cit.
[6] Alonso Almenara. El caso Martinat. Arte, mercado y estéticas de la ruina. (30 de diciembre de 2019) Ver: https://medium.com/@alonsoalmenara/el-caso-martinat-arte-mercado-y-est%C3%A9ticas-de-la-ruina-2cd54fbbf918
[7] Mijail Mitrovic. Historia, contemporaneidad y mercado en Lima. Ver: https://vadb.org/articles/historia-contemporaneidad-y-mercado-en-lima
[8] F. Jameson: “El posmodernismo y la sociedad”. En Op. Cit. p. 25
[9] Para Jameson el síntoma principal del fracaso de la imaginación sobre el futuro es la misma ciencia ficción pues no estaría planteando algo radicalmente diferente: “Debemos, por lo tanto, volver ahora a la relación de la ciencia ficción con la historia futura y revertir la descripción estereotipada de este género: lo que de hecho hay de auténtico en él, como modo narrativo y como forma de conocimiento, no es en absoluto su capacidad para mantener el futuro vivo, ni siquiera en la imaginación. Por el contrario, su vocación más profunda es demostrar y dramatizar una y otra vez nuestra incapacidad para imaginar el futuro, para personificar por adelantado, mediante representaciones en apariencia completas que en una inspección más profunda demuestran estar estructural y constitutivamente empobrecidas, la atrofia en nuestro tiempo de lo que Marcuse ha llamado la imaginación utópica, la imaginación de la otredad y de la diferencia radical: alcanzar el éxito mediante el fracaso, y servir de vehículos inadvertidos e incluso involutarios para una mediación que, partiendo hacia lo desconocido, se encuentra irrevocablemente plagada de lo completamente familiar y por lo tanto se ve inesperadamente transformada en una contemplación de nuestros propios límites absolutos.” En F. Jameson: Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción. Madrid: Akal, 2015. p. 344
[10] Véase S. Malik y A. Avanessian. The Time Complex Post Contemporary. https://namepublications.org/wp-content/uploads/2016/06/post-contemporary_intro_sample_small.pdf
[11] Como muy bien reflexiona Jameson en diversos textos, el artista se topa con los límites de su interpretación y una ausencia de conciencia de clase que, por lo demás, termina por definir esa misma interpretación. El mundo reificado por la estetización de la vida y la miseria es el mundo sin conciencia de clase del artista. Por eso, cuando se habla de ruina y de cómo indexa cierta materialidad, no se piensa en la compleja trama de relaciones que ha ocasionado la destrucción que genera la ruina. Por ello, no es suficiente hablar de índice, que es la materialidad marcada por la evidencia de la destrucción, y tal vez debamos comenzar a hablar de alegoría, que es un intento de explicación más exhaustivo de las causas y las consecuencias de la destrucción. Esta distinción, es tal vez la que hace la diferencia entre espectáculo y conocimiento. Véase F. Jameson: “Clase y alegoría en la cultura de masas contemporánea: Tarde de perros como filme político”. En Signaturas de lo visible. Buenos Aires: Prometeo, 2012. pp. 79-106
[12] John Beasley-Murray. “La utopía en ruinas: el hospital Ochagavía”. Presentado en el I Simposio de la Sección de Estudios del Cono Sur (LASA) Santiago de Chile (agosto de 2015). p. 1
[13] No pocas veces se asumen como contradictorias la investigación y la presentación estética. Sin embargo, como ha demostrado Eyal Weizman, la estética puede servir como un sistema de presentación de datos materiales así como un sistema de investigación: “La arquitectura forense busca alejarse de este uso del arte y emplear las sensibilidades estéticas como recursos de investigación. Lo forense es, de todos modos, en sí mismo una práctica estética porque depende tanto de los modos como de los medios a través de los cuales los incidentes son percibidos, registrados y presentados. La estética investigativa busca ralentizar el tiempo e intensificar la sensibilidad hacia el espacio, la materia y la imagen. También buscar idear nuevos medios de narración en la articulación de la búsqueda de la verdad”. Eyal Weizman. Arquitectura forense. Violencia en el umbral de la detectibilidad. Madrid: Bartlebooth, 2020. p. 137
[14] Sobre este problema véase el texto de Malik “El simio dice no”, sobre la relación entre arte y derechos humanos en Garúa Ediciones # 10. Lima: 2018
[15] La historiadora Cecilia Méndez ha definido el concepto de “historicidio” como una “visión economicocéntrica” de la historia que privilegia una presentación estetizante y edulcorada que, como dice, “despolitizada de ciudadanía”. Y continúa: “La identidad del país no pasa hoy por la historia sino por cómo ésta se puede vender”. En “El mundo al borde del historicidio”. Ojo público. (2015). https://ojo-publico.com/47/el-mundo-al-borde-del-historicidio
[16] Kristin Ross. El surgimiento del espacio social. Rimbaud y la comuna de París. Madrid: Akal, 2018. p. 149
[17] Op.cit. p. 239
[18] Philip Ursprung. “Más allá del terrain vague”. En Brechas y conexiones. Ensayos sobre arte, arquitectura y economía. Barcelona: Puente editores, 2016. p. 147
[19] Benjamin Buchloh: Formalismo e historicidad. Madrid: Akal, 2004. p. 23
[20] Como dice Bifo cuando analiza la relación de la poesía con la economía financiera, “El proceso de abstracción, base de la captura capitalista o subsunción del trabajo, implicaba la abstracción de la necesidad de los productos concretos: se borraba el referente.” En Franco Beradi (Bifo): Fenomenología del fin. Buenos Aires: Caja negra, 2017. p. 174
[21] F. Jameson: “Las restricciones del postmodernismo”. En Las semillas del tiempo. Madrid: Editorial Trotta, 2000. pp. 115 – 174
[22] F Jameson: “El debate entre realismo y modernismo. Reflexiones para concluir.” Ver aquí: http://www.youkali.net/Youkali7-7clasico-FredricJameson.pdf
[23] En la página de la artista. https://www.andrea-ferrero.com/milmanerasdeolvidar
[24] María Gainza. El nervio óptico. Barcelona: Anagrama, 2017. p. 44
[25] Andreas Huysen. “La nostalgia por las ruinas”. En Heterocronías: tiempo, arte y arqueologías del presente. Murcia: CENDEAC, 2008. p. 44
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