Raúl Alvarez Espinoza
Ilustración: Jorge Maita
El Perú íntegro es una primera piedra
Manuel Scorza, Redoble por Rancas (Lima, 1970)
No siento el menor entusiasmo por el bicentenario. Me parece una fecha sosa, vacía y estéril. Más producto de nuestra arbitraria manera de organizar el tiempo y la historia que de un evento de impactos realmente significativos para el país[1]. Pero una efeméride tan magnificada como la que vivimos es, para quienes nos dedicamos a las ciencias sociales, la oportunidad perfecta para volver al pasado para pensar, desde allí, las vicisitudes del presente. Y eso, en una sociedad obsesionada con el crecimiento y la productividad es cuanto menos saludable.
En lo que sigue, propongo una lectura histórico política de las políticas culturales respecto a lo que ha sido una de las preocupaciones centrales del Perú moderno: la cuestión nacional. Entendida como una fantasía integradora de lo disperso, esta ha acompañado la conformación de los Estados nación tras el final del período colonial, donde lo popular se convirtió en el fundamento primero de la legitimidad de las sociedades modernas[2]. Pero dado que tentar un recorrido por todo el período republicano sería de una ambición inabarcable para lo que este formato me permite, he de centrarme en tres momentos específicos del siglo XX: el Oncenio de Leguía, la Revolución Peruana de Velasco y la república empresarial del neoliberalismo a la peruana[3].
Separados cada uno por cincuenta años de diferencia, estos tres momentos se conectan entre sí porque debieron enfrentar la conmemoración del centenario, el sesquicentenario y el bicentenario de la independencia, respectivamente. Me interesa examinar la manera en cómo el Estado peruano apeló a las políticas culturales para resolver el problema de la nación de acuerdo a las particularidades de su tiempo. De allí que no se trate tanto de decir qué se hizo por la cultura, sino cómo ella fue utilizada para intervenir en lo social. Esto implica salir del análisis abstracto de lo cultural como un ámbito desligado de sus determinaciones sociales, para restituirlo a la idea de totalidad, lo que en otros términos, y para el marco temporal que aquí nos interesa, supone pensarla en relación al desarrollo del capitalismo en el Perú[4].
*
Como “un triunfo brillante y estruendoso” calificó la revista Mundial el reestreno de la ópera Ollanta la noche del 22 de setiembre de 1920. Dos décadas atrás, y en medio de un frío recibimiento, el compositor José María Valle Riestra montaba por primera vez aquel drama que, inspirado parcialmente en una conocida obra del teatro quechua colonial, no logró despertar el interés de la sociedad limeña ni del Partido Civilista, entonces nuevamente en el poder. Esta vez, por el contrario, su reposición no solo cosechó numerosos elogios, sino que contó con la anuencia y soporte del gobierno de Augusto B. Leguía. El próspero empresario chiclayano supo ver en ella un canal para articular una narrativa aglutinante que depositó en la glorificación del pasado incaico, la base para la construcción de su Patria Nueva[5].
El Oncenio constituyó la realización práctica – aunque incompleta - de los impulsos modernizadores que tomaron fuerza en el Perú tras la Guerra del Pacífico[6]. Leguía recoge las tesis liberales de sus antiguos compañeros de partido con el fin de convertir al país en una nación capitalista. Y es que con la crisis que siguió al ciclo de bonanza impulsado por la Gran Guerra, se hicieron evidentes los límites de la República Aristocrática para acabar con los resabios del orden colonial[7]. A lo largo y ancho del país, cientos de obreros y campesinos protestan por la explotación y los abusos de sus patrones, pues no han visto cambio alguno en sus condiciones de vida. Por el contrario, mientras las clases propietarias acumulaban tierra y riquezas, ellos eran despojados de las suyas, sobrevivían en la insalubridad y el hacinamiento, además de estar sujetos a modalidades de trabajo no salariales. La situación empeora con el colapso económico mostrando los límites de un modelo basado en la exportación de materias primas. El costo de vida se encarece y las protestas arrecian. El país necesita cambios y Leguía promete refundarlo. Anuncia una Patria Nueva con un Estado abierto a las mayorías y donde la riqueza sea producto del esfuerzo personal[8].
Queda claro que Leguía representó en su momento la alternativa de renovación frente al anquilosado orden oligárquico. Su discurso aglutinante retoma el debate sobre lo nacional por lo que hace de la defensa del indio/campesino uno de sus principales motores[9]. Para su base electoral de clase media esta fue tanto la evidencia de su carácter progresista como el sello más notorio de sus rasgos de apertura frente al carácter excluyente del segundo civilismo. No obstante, la postura pro indígena del Oncenio estuvo marcada por las mismas taras del nacionalismo criollo del XIX[10]. Así, el vector articulador de lo nacional no fue el indio vivo sino su arquetípica versión pretérita. Dentro del imaginario modernizador el indio/campesino representa la barbarie y el atraso, es decir, la antítesis de lo moderno, lo que no se condecía con el impulso de futuro de la Patria Nueva[11]. El inca, en cambio, sintetiza la grandeza de la dignidad perdida que promete ser restaurada por el Oncenio. Su máxima distancia respecto a su momento de enunciación lo convierte en el significante vacío dentro del que operará el magnificado discurso nacionalista.
Lejos de constituir una contradicción, el desprecio por el indio vivo y la exaltación del indio muerto constituyen ambos los reversos de un mismo fenómeno. Dentro del liberalismo criollo (del que es tributario el Oncenio), el indio/campesino es una presencia incómoda pues desdice las pretensiones de universalidad de las tesis ilustradas que guían la conformación de una nación étnica y culturalmente blanca. Desde las coordenadas de su darwinismo social, la existencia del indio/campesino es incompatible con nociones como “ciudadanía” o “igualdad”. No obstante, también existía la conciencia de que la afirmación del “nosotros” nacional debía contar con raíces distintivas que lo establecieran como singularidad independiente. Por tanto, en el indio encuentran las raíces de “lo peruano”, aunque deberán hacer de él una versión digerible para sus propósitos. Estas dos formas de autoctonismo están presentes en el Oncenio, aunque cada una con fines distintos. Sobre la primera volveré más adelante. Quiero ampliar la segunda situándola en el momento político en el que fue enunciada.
El incaísmo no fue solo el correlato ideológico más consecuente con el proyecto modernizador leguiísta, sino también la salida más efectiva para hacerse del favor de las élites intelectuales y políticas de la sociedad peruana. En el Oncenio, lo incaico es una alucinación inofensiva, vaciada de contenido político y por consiguiente, afín al discurso de un gobierno que pretendía ampliar los márgenes de lo social sin afectar sustantivamente sus bases materiales[12]. Esta quizá sea la mejor manera de definir dicho período. Planteada desde la mirada criollo burguesa, la apelación a la figura del inca de esta versión de lo nacional no molesta a nadie y actúa, más bien, como un eficaz mecanismo de conciliación de clases. Para la mesocrática base electoral leguiísta representa un símbolo de apertura progresista. Algo similar sucedió con las clases propietarias - a quien Leguía intentó incluir también en su narrativa nacional - pues podían tolerar verse reflejados en una figura de poder como el inca, mas no en expresión alguna del mundo andino actual, por el cual sentían el más profundo desprecio. Y en cuanto a las clases populares acaso solo podían aspirar a no más que al reconocimiento de un pasado entonces más ajeno que propio, en el que se veían con extrañeza. De cualquier modo, el discurso funcionó y Ollanta mereció el entusiasmo de una prensa que no dudó en celebrarla como muestra del “espíritu poético, apasionado de nuestra Raza”[13]. La ideología ha hecho su trabajo y el Oncenio capitaliza el clima de fervor nacionalista para continuar impulsando sus reformas.
Volvamos ahora al otro reverso del asunto. Tenemos, entonces, una narrativa épica del indio inca que contrasta con la miseria del indio presente. El primero protagoniza el discurso oficial, pero el segundo continuaba estando al margen de la vida nacional. Fue en la Constitución de 1920 donde el leguiísmo hizo manifiesta su voluntad por dictar medidas que lo protejan e integren jurídica y políticamente a la Patria Nueva. No obstante, recordemos que el Oncenio era tributario del liberalismo criollo del siglo XIX. Y por lo mismo comparte tanto la mirada tutelar frente al indio como aquellas concepciones que lo asumían como un grupo biológica y culturalmente inferior. Dentro de la modernización capitalista no existía lugar alguno para el indio, de modo que para integrarlo a la nación peruana había que superar su presencia indeseable lo que llevará a que sea explotado en nombre de la civilización y el progreso.
Así planteado, y contra lo que suele pensarse, no creo que estemos tanto frente a un indigenismo oficial. Y es que si bien en el plano de las mentalidades el Oncenio comulgase con la tendencia filo liberal entonces dominante, su defensa del indio fue más un recurso demagógico con arreglo a la legitimación política del régimen. Como señalé anteriormente, la novedad de la Patria Nueva requería establecer un rotundo deslinde frente a la excluyente sociedad oligárquica para impulsar un gobierno de la burguesía. De allí que asumir como propia una causa como esa no solo le sumaba puntos al régimen y su imagen de avanzada, sino que le permitía poner de su lado a buena parte de la intelectualidad progresista cuya proximidad al movimiento indígena suponía una amenaza directa a su hegemonía.
En todo caso, la apertura al “tema indio” dentro del estado leguiísta permitió a gente como Hildebrando Castro Pozo y Luis E. Valcárcel impulsar una serie de políticas indigenistas que, no obstante su buena voluntad, poco pudieron hacer por modificar sustantivamente la ruinosa situación en los andes peruanos. Entre el obstruccionismo parlamentario y la apatía oficialista, las cosas no avanzaron demasiado y el ejecutivo terminará deshaciéndose más temprano que tarde de su impostada retórica primigenia[14]. Finalmente, Leguía era un digno hijo del civilismo y tenía bastante claro que había jerarquías que mantener. Sobre todo porque, valgan verdades, en el oficialismo existía el temor de que las revueltas indias en boga desde 1915 decantaran en una situación como la ocurrida poco antes en México tras el triunfo de la revolución que se caracterizó, precisamente, por su carácter popular. Era importante, entonces, hacerse del favor del campesinado y de los intelectuales de extracción media que venían experimentando un proceso de radicalización a razón del levantamiento maderista, la reforma universitaria y el triunfo de los soviets en Rusia con la toma del Palacio de Invierno[15].
Ilustración realizada por Jorge Maita, 2021.
Ya dije que el objetivo del Oncenio era hacer del Perú una nación capitalista, lo que significó en principio dos cosas: la construcción de una comunidad política y de un mercado interno. A través de la Constitución de 1920, se le dio al indio un status jurídico propio con el reconocimiento de las comunidades campesinas. Esto significó un duro golpe contra el poder terrateniente al introducir la autoridad estatal como un actor deliberante entre el hacendado y el indio. No obstante, la retórica de la “defensa del indio” escondía tras suyo el interés del gobierno por desmantelar las bases del latifundio para el despliegue de la explotación capitalista en el mundo agrario. De esta manera, el indio/campesino era convertido tanto en sujeto de propiedad como en fuerza de trabajo disponible para la acumulación originaria. Sin embargo, la disponibilidad del indio/campesino fue usufructuada también por el Oncenio que al dictar su subordinación total a la forma estatal, pudo disponer de su fuerza de trabajo para sus propios fines, tal y como sucedió con la Ley de Conscripción Vial[16].
El también llamado Servicio Obligatorio de Construcción de Caminos establecía que todos los hombres entre 18 a 60 años estaban obligados a trabajar por dos semanas al año en la construcción de carreteras y vías ferroviarias con el fin de articular un territorio que, por su fragmentación, no era genuinamente nacional[17]. La obligación alcanzaba a todos los residentes en el país, pero fue la población rural la que terminó asumiendo buena parte de la carga, siendo obligada a trabajar de manera gratuita en lo que fue denunciado como una actualización de la mita colonial. Pese a las protestas del campesinado y de parte de la intelectualidad indigenista, la medida continuó durante todo el Oncenio, constituyendo a su vez la mejor muestra del interés del gobierno por “modernizar” la mano de obra campesina, esto es, hacerla funcional a la industrialización del país. Para ello el indio debía dejar de ser indio con el fin de convertirse en obrero[18].
Podemos ubicar rasgos de esta campaña de “desindianización” del indio, en cómo el Oncenio apeló a la producción cultural para “educarlo” dentro de las maneras de la civilización occidental. Ollanta, por ejemplo, fue una ópera, a saber, una refinada forma de espectáculo proveniente de la cultura burguesa. De ahí que las funciones especiales programadas para los sectores populares hayan podido tener no solo un cariz nacionalista, sino también pedagógico. Lo mismo con el carnaval limeño, que mereció un nuevo intento de modernización en el corso de 1922 por parte de las élites capitalinas contando, para ello, con el patrocinio oficial del gobierno[19]. El interés por neutralizar los rasgos paródicos, sensuales y potencialmente subversivos de la antigua fiesta popular en nombre del orden, el pudor y la decencia sintonizaron con el discurso oficial. Esta era una misión civilizatoria contra la barbarie de las clases populares, en este caso urbanas, que pretendía incidir también en el plano de las subjetividades[20].
El centenario de la independencia significó la oportunidad de consagrar tanto la imagen de Leguía como la del país en tanto nación civilizada frente a sí misma y al mundo. Para ello, el gobierno hizo de la capital objeto de una serie de obras públicas destinadas a resaltarla como la digna urbe de una república moderna. Un papel importante cumplieron aquí varios artistas y arquitectos vinculados a la Escuela Nacional de Bellas Artes, quienes tuvieron a cargo la realización de varios de los monumentos y espacios públicos previstos de ser inaugurados en el marco de la efeméride[21]. Las actividades del centenario estuvieron teñidas de un genuino ambiente festivo. La prensa local e internacional se desgajó en elogios ante la fastuosidad del acontecimiento, lo que repercutió, a su vez, en la figura de Leguía, cuyo estilo personalista, entonces cada vez más evidente, venía siendo alimentado a través de apelativos como “Wiracocha” o “Júpiter Presidente”. Leguía, un hombre bastante afecto a la adulación y las apariciones públicas, recibe con beneplácito estos elogios y los capitaliza a su favor. De esta forma empieza a consolidar alrededor suyo un aura mesiánica que vendrá de la mano con su cada vez más acentuado caudillismo.
Quisiera detenerme brevemente en el caso de la ENBA por sus implicancias en la construcción de un “arte nacional” en el marco del Oncenio. Lo que sucedió fue producto de una confluencia de intereses entre autoctonismo pictórico y nacionalismo oficialista. O mejor, entre dos tipos distintos de autoctonismo que encontraron en el gobierno un espacio favorable donde desarrollarse. En la primera corriente podemos ubicar a Manuel Piqueras Cotolí, arquitecto y escultor español, cuyo estilo neoinca comulgaba plenamente con el particular ancestralismo del régimen[22]. Piqueras venía buscando consolidar un arte mestizo a través de la síntesis de lo colonial y lo precolombino, como plasmó tempranamente en la fachada de la ENBA. El suyo se convirtió en el estilo dominante dentro de un gobierno a cuyo incaísmo se añadió paradojalmente un hispanismo que reinvindicaba para sí los lazos con la “Madre Patria” en un discurso de continuidad conciliatoria a través de elementos como la religión y la lengua[23]. La línea de José Sabogal y compañía apenas empezaba a forjarse y no tomará la forma que conocemos sino hasta bien entrada la década del veinte. En tal sentido, no podemos hablar aún de un indigenismo plástico pues este será consecuencia del encuentro de estos artistas con la vanguardia política mariateguiana. Y es que la estética indigenista no podía tener lugar en el Oncenio porque era incompatible con su incaísmo primigenio.
Digamos que el autoctonismo pictórico le sirvió al gobierno como un mecanismo para fortalecer su discurso nacionalista, mientras que para los artistas plásticos, la apertura al “tema indio” en el oficialismo significará, aún con todos sus límites, una oportunidad para plasmar la búsqueda de una producción cultural que apunta a resolver el urgente problema de la identidad nacional. Esto será particularmente notable en las celebraciones del centenario de la Batalla de Ayacucho, en la que un grupo compuesto por José Sabogal, Manuel Piqueras, Elena Izcue, Jorge Vinatea y Wenceslao Hinostroza desarrollarán el Salón Ayacucho con el financiamiento oficial del gobierno[24]. Como sucediera poco antes con el centenario, la construcción de este recinto fue posible por la política de mecenazgo artístico a través de la cual el gobierno subvencionó íntegramente a los artistas. En dicho contexto se impuso nuevamente el estilo dominante de Piqueras. No es gratuito que en su momento se le conociera como “salón incaico”. Ahí los planteamientos neoincas del arquitecto lucetano se condecían con la celebración del mestizaje de un gobierno cuyo relato de la independencia aspiraba a establecer una relación armoniosa con su pasado colonial. Deberán pasar algunos años más para que el indigenismo plástico pueda manifestarse como espacio autónomo de afirmación artística[25].
De cualquier modo, y como sucedió con las políticas indigenistas, la inflamada retórica oficial a favor del indio generó un ambiente favorable para la difusión del autoctonismo en el campo artístico e intelectual que, aunque más notoriamente visible en la plástica, también se manifestó en el teatro, la literatura y la música. Pero esto que parece ser un fenómeno restrictivo a las artes también se hace extensivo al naciente campo de la arqueología peruana. Ahí la figura de Julio C. Tello fue determinante. Convertido por entonces en una importante figura pública tanto por su labor académica y política, establecerá una cercana relación con el presidente Leguía que le permitirá impulsar varios de sus proyectos destinados a establecer al estudio y preservación del patrimonio arqueológico. Tello comulga con el autoctonismo del régimen que encuentra en el pasado pre hispánico los fundamentos de lo nacional y sacará provecho de este para producir una narrativa de reinvindicación indígena. Pero esta no era necesariamente incaísta. O al menos no como la del oficialismo. Finalmente, sus orígenes en las alturas de Huarochirí lo habían llevado a asumirse como representante de los indios[26]. De allí que buscara su integración aunque a través del conocimiento de su pasado. Y acaso ese fue su límite, pues sus ideas circularon, fundamentalmente, a nivel de la ciudad letrada antes que entre las comunidades indígenas[27]. De cualquier modo, la cercanía de Tello con el gobierno le permitirá impulsar importantes medidas como la creación del Museo de Arqueología Peruana y la primera Ley General de Patrimonio.
Pero volvamos a lo nuestro. Estamos a mitad de los veinte y la “fase democrática” del Oncenio ha terminado. La violenta represión a la rebelión aymara de Huancané ha hecho evidente el giro autoritario de Leguía, quien ya no oculta su cada vez más acentuado interés en perpetuarse en el poder. Casi en paralelo, el auspicio oficial a la consagración del Perú al Sagrado Corazón de Jesús despertó la ira de obreros y estudiantes que no tardaron en salir a las calles por lo que consideraban un atentado a la libertad de culto. Con tres muertos y varios líderes exiliados (entre ellos un lozano Haya de la Torre) se hacía evidente que la otrora luna de miel entre Leguía y los sectores medios y populares que antes lo apoyaban había terminado[28]. El autoproclamado “Wiracocha” debe, pues, reconstruir su imagen en un contexto donde tanto su aura progresista como el discurso oficial a favor del indio han pasado a ser no más que gestos huecos.
Los siguientes dos años significarán para el Oncenio tanto la consolidación de un modelo de desarrollo basado en la dependencia del capital estadounidense como una concentración cada vez mayor del poder político en su persona. Leguía continúa con la construcción de grandes obras públicas financiadas en base a una creciente deuda externa, y ante el inminente final de su segundo mandato, decide modificar su constitución para reelegirse de manera indefinida. El mensaje es claro: es él quien personifica a la Patria Nueva y ya no le interesa disimularlo. No obstante, también se sabe frágil y por lo mismo, requiere del apoyo de las masas. Las apariciones públicas continúan, lo mismo que el fortalecimiento de su imagen mesiánica y el apoyo direccionado a los artistas afines a su imaginario del “arte nacional”, como sucedió con los fastuosos conciertos de Theodoro Valcárcel y Alfonso de Silva hacia 1925[29]. Pero no fue hasta 1927 que se le presentó la oportunidad para reconstruir el imaginario inclusivo de lo nacional de los primeros años cuando Juan Ríos - entonces alcalde del Rímac y bastante cercano al presidente - le propuso reavivar la antigua tradición colonial de la fiesta de la Pampa de Amancaes[30].
En Amancaes sucedió algo parecido a lo ocurrido con el carnaval limeño, aunque en mayor escala. La idea era modernizar una celebración hasta entonces bastante voluptuosa y espontánea de acuerdo a los parámetros “civilizados” de la sociedad criollo-burguesa. Para ello, se planteó la realización de un concurso nacional donde competirían músicos y danzantes de distintas partes del Perú, siendo cada detalle cuidadosamente parametrado por los organizadores. Al asimilar el certamen, la fiesta pasó de albergar expresiones practicadas por las clases populares urbanas, como la zamacueca[31] , y se abrió a aquellas provenientes de los andes, aunque como era común en el imaginario cultural del país, en la práctica solo costa y sierra tuvieran representatividad, puesto que la amazonía apenas ocupó un lugar mínimo, en tanto era tenida aún como un espacio vacío.
Las dos ediciones del Concurso de Música y Bailes Populares hicieron de la otrora actividad campestre un enorme espectáculo, dotándola de ingentes recursos a través de una partida del Ministerio de Fomento con la que se financiaron tanto viáticos en el caso de los concursantes como los premios para los ganadores[32]. Se realizan primero eliminatorias por categorías de las que se seleccionan a los mejores participantes, quienes acceden luego a la etapa final donde sus presentaciones son contempladas desde un estrado oficial especialmente acondicionado para Leguía, quien llegaba acompañado de otras autoridades políticas. El entusiasmo nacionalista generado por el certamen, que gozó además de una nutrida concurrencia, fue celebrado por la prensa local como la muestra mejor de una genuina cultura mestiza. Se trataba de la apertura de la excluyente Lima a las grandes mayorías sociales. El triunfo de la Patria Nueva expresado en lo que pretende ser un mosaico ampliado de lo nacional. El “Júpiter Presidente” entrega personalmente las coronas de laureles y premios a los primeros lugares en medio de un verdadero baño de popularidad. Así, parece haberse reconciliado con las masas, retrotrayéndose a la imagen democrática que buscó proyectar en sus primeros momentos.
Y sin embargo estamos lejos de tener un final feliz. Primero, porque la representación de lo popular – y dentro de este, de lo indio – continuaba viciada por la matriz ideológica que acompañó al Oncenio desde el principio. Tanto estética como coreográficamente, los indios son empujados a amoldarse al telurismo incaísta de la mirada criollo-burguesa. Lo que se muestra es más una impostura o, como lo llamaría Arguedas años más tarde, “un monstruoso contra sentido”[33]. Digamos que ganan aquellos que más “pureza india” demuestren, lo que desplaza a las variantes regionales a un indefectible segundo plano. Todo ello dentro de un marco bastante regulado, donde los indios actúan para el divertimento de la élite. Es una “indianidad” inofensiva, afín al ojo de las clases dominantes, que los miran con curiosidad, condescendencia y desprecio soterrado. Y todo ello ocurre mientras que, allende la cadena montañosa que separa el litoral de los andes, miles de campesinos rumian en las haciendas serranas, acorralados entre la violencia gamonal y la más absoluta miseria.
Por ahora Amancaes ha hecho su trabajo y al menos el orden criollo-burgués parece estar a salvo. En todo caso, Leguía parece haber salido airoso de su intento por recomponer el clima de concordia nacional en un momento donde la emergente intelectualidad provinciana viene galvanizando el debate intelectual con una gama de narrativas alternas. En Puno, los hermanos Arturo y Alejandro Peralta lideran el grupo Orkopata; en el Cusco, Luis E. Valcárcel hace lo propio con Resurgimiento y claro, la revista Amauta de José Carlos Mariátegui ya va por el número X[34]. En todos ellos hay una preocupación por responder la cuestión de lo nacional en relación a lo indio, pero por fuera de la narrativa oficial. Sus debates están atravesados por el afán de convergencia de modernidad y tradición desde el espacio de la vanguardia, lo que en el caso de Mariátegui se tradujo en la construcción de una nueva cultura nacional fuertemente vinculada a su apuesta por “nacionalizar” el socialismo a partir del colectivismo agrario[35].
Todo ello ocurre mientras el proceso de modernización en los andes viene desarticulando la vida rural, haciendo que muchos campesinos se inserten en la dinámica comercial abierta por el sistema de carreteras o migren hacia otras provincias donde se convertirán en proletarios. El panorama urbano limeño profundiza su “masificación” y la presencia migrante toma un perfil mayor ante la impotencia de las élites. Se respiran aires de modernidad en el Perú, lo que, en el plano cultural, se refleja con la introducción de la radio, el fonógrafo y el cine sonoro[36]. En sus 5 metros de poemas (1927), Carlos Oquendo de Amat anota que“[e]l humo de las fábricas / retrasa los relojes”, Magda Portal plantea un ensayo sobre la estética económica del nuevo poema, y Felipe Pinglo compone fox trots y one steps, mientras observa la miseria diaria del plebeyo y la obrerita en las calles de Lima[37]. Quizá esta sea la imagen que mejor condense el escenario crepuscular del Oncenio, pues Leguía había cambiado el país sin cambiarlo realmente.
Por un lado, había impulsado el desarrollo de las fuerzas que introducían al Perú a una modernidad de enclave que consolidaría el desarrollo, pero sin que ello significara necesariamente una modernización de la configuración económico social. Sino más bien la profundización de la situación de dependencia, vinculada al tránsito de la subordinación al capital británico, a su vez subsumido al imperialismo norteamericano, que continuó manteniendo, en paralelo, rasgos fuertemente estamentales. Se trató, en suma, de una “modernización tradicionalista”, es decir, de una acomodamiento formal del país a las formas del progreso capitalista sin afectar en lo sustantivo las viejas estructuras sociales[38]. Quedarán establecidos, de esta forma, las condiciones que marcarán el proceso social peruano durante los próximos cien años. La “desnacionalización” de la sociedad consagrada por el leguiísmo, será el lógico corolario de un liberalismo criollo que no pudo ni supo entender y conducir al país. Por lo mismo, y en lo que aquí nos interesa, la del Oncenio fue menos una modificación de la cultura que del imaginario. Lo que no es menor, por supuesto, dado que a través de su estética clásica convirtió al incaísmo en una manera bastante particular de relación con el pasado que tendrá fuertes reminiscencias en los decenios por venir.
Las causas de la crisis que pronto derrumbará el castillo de naipes leguiísta ha empezado a manifestarse con sigilo. Desde 1926, el costo de las exportaciones empezó a manifestar una sostenida caída[39], mostrando los evidentes límites de un modelo de desarrollo basado en la deuda externa. No obstante, desde el oficialismo la preocupación central va por otro lado y se aboca a la profundización del personalismo presidencial. La figura del mandatario inunda cuanto acontecimiento público se presentase, incluso aquellos que tenían como objeto la representación del país en el plano internacional. Esto fue lo que sucedió en mayo de 1929 con el Pabellón Peruano en la Exposición Iberoamericana de Sevilla, donde su imagen copó todo el espacio del edificio ahí levantado a través de retratos, efigies y bustos, compitiendo así con el programa de actividades culturales preparado por varios de los artistas plásticos previamente mencionados. Esto le sirvió para reafirmar el ideal de una “nación mestiza” reconciliada con su herencia española lo mismo que su consabido incaísmo con el fin de hacerse del reconocimiento internacional en momentos donde la tormenta interna empezaba a avizorarse en el horizonte[40].
Finalizadas las actividades en Sevilla, Leguía impulsó una nueva modificación constitucional para asegurar su segunda reelección el 12 de octubre de 1929. Pero esta vez no se trataba de una mera ampliación para un corto y renovable período. Enceguecido como estaba por la acumulación del poder, estableció su reelección indefinida, pese al creciente descontento que se extendía en la población[41]. El caudillo no se imaginaba que dos semanas después la impopularidad de la medida se vería violentamente amplificada, cuando el martes 24 de octubre la caída de la bolsa de Wall Street marcó el inicio de una de las crisis económicas más graves en la historia del capitalismo mundial. Con el Crack del 29, la Gran Depresión se hizo extensiva al ya frágil capitalismo periférico del Perú bajo Leguía. El impacto fue instantáneo. Con la detención de los préstamos del capital norteamericano y el colapso de las exportaciones, la economía peruana quedó seriamente afectada y el gobierno desprovisto de su principal fuente de ingresos. Lo que sucedió en adelante fue un verdadero cataclismo social que enardeció al país en su conjunto durante los siguientes diez meses, hasta que el 22 de agosto de 1930, el comandante piurano Luis Miguel Sánchez Cerro se sublevó en Arequipa con un amplio respaldo popular. Acorralado por la oposición y en medio de una crisis que ya no le era posible contener, a Leguía no le quedó más que dimitir y cuatro días después fue apresado mientras el nuevo caudillo llegó a Lima, donde fue aclamado masivamente como un “libertador”[42]. Para Leguía esto significó el final de su gloria y el inicio de un cruel y tortuoso camino que terminará con su muerte en el Hospital Naval del Callao. Para el Perú, se trató de un nuevo golpe militar ostensiblemente pro oligárquico. El tablero se había reacomodado nuevamente a favor de las clases dominantes. Como dijera Martín Adán, habíamos vuelto a la normalidad[43]. __________________________
[*] Agradezco a Lucía Pezo, José de la Cruz y Mijail Mitrovic quienes leyeron y comentaron versiones previas de este texto. Y al comité editorial de Mañana por el espacio. Tomo el título del poema homónimo de Washington Delgado. Ver: Para vivir mañana. Lima: Minerva, 1959. [1] Juan Carlos Estenssoro “¿Bicentenario? El año vacío”, Trama, espacio de crítica y debate. Disponible en: https://bit.ly/3FAi6Sc [2] Benedict Anderson. Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México D.F: Fondo de Cultura Económica, 2006. [3] El término de “república empresarial” lo tomo de Cecilia Méndez y el de “neoliberalismo a la peruana” de Efraín González de Olarte. Ver: Cecilia Méndez “El Perú es una República Empresarial”, Diario La República, 15 de mayo, 2015. Disponible en: https://bit.ly/3oNlPUS ; Efraín González de Olarte. El neoliberalismo a la peruana: economía política del ajuste estructural 1990 – 1997. Lima: Instituto de Estudios Peruanos – Consorcio de Investigación Económica y Social, 1998. [4] Como ha anotado acertadamente Guillermo Rochabrún, el capitalismo es tanto un modo de producción, un período histórico y un tipo de sociedad de modo que todo análisis que busque asir la historicidad de la producción cultural en el Perú en, por lo menos, los últimos cien años, deberá partir de esta constatación. Ver Batallas por la teoría. En torno a Marx y el Perú. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2007. Pp. 102 – 103. [5] Basada parcialmente en el antiguo drama Ollantay, la ópera de Valle Riestra narra el levantamiento en armas del general Ollanta ante el inca Pachacútec quien rechaza concederle la mano de su hija Cusi Coyllor. A comparación de la versión original, en este montaje el idilio amoroso quedaba en un segundo plano ante el contenido político. Compuesta al calor de la Guerra del Pacífico, el historiador David Rengifo sugiere que tanto Blume como Valle Riestra le imprimieron, por lo mismo, un cariz nacionalista entendiéndose, por ello, el cambio en el énfasis argumental que hacía del “tema incaico” un emblema nacional. Esto queda más claro cuando atendemos al hecho de que en su resolución la obra termina afirmando la unidad del cuerpo político cuando, tras muchos años de espera y ya muerto Pachacútec, un derrotado Ollanta logra reencontrarse con Cusi Coyllor y su pequeña hija Yma Súmac por medio del favor de Túpac Yupanqui, el nuevo inca. El mensaje implícito es sugerente si lo pensamos en relación al Oncenio: No sería necesario romper con la sociedad para encontrar solución a los conflictos. Todo era posible en la medida que la población se sometiera a la autoridad (y el favor) del inca / gobernante (es decir, Leguía). Ver el libro de Rengifo para más detalles: El reestreno de la Ópera Ollanta, Lima 1920: cultura, nación y sociedad a inicios del Oncenio. Lima: Instituto de Historia Rural Andina, 2014. Le debo varias ideas sobre el particular a su lectura. [6] No en vano el historiador Pablo F. Vargas lo ha sindicado como el resultado último del programa civilista, más que como una ruptura del mismo. Al respecto, recomiendo revisar su artículo “El Estado de la “Patria Nueva o la victoria de las estructuras” en La Patria Nueva. Economía, sociedad y cultura en el Perú, 1919 – 1930. North Carolina: University of North Carolina Press, 2018 [7] El término “República Aristocracia” fue acuñado por Jorge Basadre y popularizado posteriormente por Alberto Flores Galindo y Manuel Burga. Ver: Historia de la república del Perú, 1822 - 1933. Lima: Editorial Universitaria, 1983 y Apogeo y crisis de la república aristocrática: oligarquía, aprismo y comunismo en el Perú (1895 – 1932). Lima: Ediciones Rickchay, 1979, respectivamente. [8] Carlos Contreras & Eduardo Cueto. Historia del Perú Contemporáneo. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2007; Peter Klarén. Nación y sociedad en la historia del Perú. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2012. [9] Utilizó este fraseo pues en el fondo los conceptos se refieren básicamente a lo mismo. No es que la “indianidad” del “indio” se disuelva en lo campesino, sino que lo primero está contenido en lo segundo. Lo campesino modela la experiencia social de lo no capitalista en los andes peruanos, dentro de la cual lo indio no es sino la forma de nominarla en términos identitarios. Aún más, podría decirse que cada una tiene cualidades explicativas distintas. Lo campesino es una categoría de clase que establece la forma que toma el vínculo de un tipo específico de sujeto social frente a la explotación capitalista. Lo indio es una categoría de clasificación étnico-racial con raíces en el pasado colonial que ha servido de sustento para justificar la opresión – y superioridad - de lo criollo-blanco en sociedades agrarias. [10] Cecilia Méndez ha analizado en profundidad este punto en su ensayo Incas sí, indios no: apuntes para el nacionalismo criollo en el Perú. Documento de trabajo Nro. 56. Serie Historia Nro. 10. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2000 [11] Rengifo Op. cit. 2014. Ver también: Mirko Lauer. Andes imaginarios. Discursos del indigenismo -2. Cusco-Lima: CBC: Casa de Estudios del Socialismo, 1997. [12] Méndez Op. Cit. 2000; Rengifo Op. Cit. 2014. [13] Rengifo Op. cit. 2014. [14] Aguilar Op. cit. 2019. [15] José Luis Rénique. Incendiar la pradera: un ensayo sobre la revolución en el Perú. Lima: La Siniestra Ensayos, 2015. [16] César Sáenz. La cuestión indígena en las constituciones peruanas de 1920 y 1933. Tesis para optar por el título profesional de Licenciado en Historia. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2015. Pp. 45. [17] Sobre el particular, ver Clases, Estado y Nación en el Perú. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1982 y Caminos al progreso. Mano de obra y política de vialidad en el Perú: la Ley de Conscripción Vial. 1920 – 1930. Tesis para optar el Título Profesional de Licenciado en Historia. Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1999. De Julio Cotler y Mario Meza, respectivamente [18] Este es el argumento principal de Paulo Drinot en La seducción de la clase obrera: trabajadores, raza y la formación del Estado peruano. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2016. Aquí podemos notar nuevamente la influencia del liberalismo criollo. Y es que la oposición obrero/campesino es correlativa a la de costa/sierra y criollo-blanco/indio-no blanco que acompañó a los debates sobre la nación desde mitad del siglo XIX. La diferenciación racializada de la geografía le atribuía atributos específicos a lo criollo-blanco (moral, educación y conocimiento) frente a lo indio-no blanco (indecencia, atraso e ignorancia). En Indigenous mestizos. The politics of race and culture in Cusco, 1919 – 1991. Duke: Duke University Press, 2000, Marisol de la Cadena desarrolla varias ideas al respecto. [19] Ver Tiempos de carnaval. El ascenso de lo popular a la cultura nacional (Lima, 1822 – 1922). Lima, IFEA & IEP, 2005. Este libro de Rolando Rojas me ha servido de referencia para desarrollar este punto. [20] Nuevamente el paralelo con los impulsos modernizadores del siglo XIX que Fanni Muñoz ha estudiado en Diversiones pública en Lima. La experiencia de la modernidad en el Perú. Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2005. [21] La ENBA fue creada el 28 de setiembre de 1918, durante el gobierno de Prado, pero fue fundada recién el 15 de abril de 1919, poco después de iniciado el Oncenio de Leguía. Rápidamente se convirtió en una institución desde la cual se inició la forja de un “arte nacional”, contando así con el favor del oficialismo leguiísta. El diseño de la Plaza San Martín a cargo de Manuel Piqueras Cotolí es un caso ilustrativo de la articulación arte/Estado presente a lo largo del Oncenio. Ver: Johanna Hammann. Leguía,el centenario y sus monumentos. Lima: 1919 – 1930. Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2015. [22] Utilizo “neoinca” y no “neoperuano”, como ha propuesto Gabriel Ramón Joffré, porque es un término más apropiado para asir el imaginario de la época. En tal sentido, estoy con Carlos Paredes Hernández, cuando en su reseña del libro de Ramón Joffré señala que en esos momentos “todo era considerado inca”. Ver: “¿Neo peruano o neoinca? Arquitectura indigenista en el discurso del Oncenio”, Apostilla. Revista Crítica de Lecturas Históricas (Lima), Año IV, nro. 2, 2017, pp. 53 – 57; Gabriel Ramón Joffré. El neoperuano: arqueología, estilo nacional y paisaje urbano en Lima, 1910 – 1940. Lima: Sequilao Editores, 2014. [23] Ascensión Martínez “El Perú y España durante el Oncenio. El hispanismo en el discurso oficial y en las manifestaciones simbólicas, 1919 – 1930”, Histórica, XVIII, nro. 2, Lima, 1994. Pp. 335 – 363. [24] Antrobus, 1997. Pp. 175. Citado en Hammann Pp. 111. Asimismo, ver el trabajo de Carla Di Franco: Un palacio para el presidente: el Salón Ayacucho (1924). Identidad y nación en el mecenazgo artístico de Augusto B Leguía (2016). Lima: Tesis para optar el Grado Académico de Magíster en Historia del Arte. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2016. [25] Con todo, el mecenazgo artístico del Oncenio permitirá que varios artistas afines a la estética oficial del régimen accedan a la subvención completa de sus estudios en el extranjero, lo que repercutirá positivamente en el desarrollo posterior de sus carreras. Tales fueron los casos de la diseñadora Elena de Izcue y el escultor Artemio Ocaña, por ejemplo. Aunque también habría que señalar que las subvenciones directas estuvieron lejos de ser exclusivas para aquellos inscritos dentro del “tema indio”. En el caso de la música, los casos del tenor Alejandro Granda y el compositor Alfonso de Silva se explican por su inscripción dentro de la modernidad artística con la que simpatizaba el Oncenio. Lo que sí es común es que el acceso a estas ayudas se daba por mediación directa del presidente Leguía. Tanto si fueran encargos institucionales como ayudas personales, mucho tuvo que ver ahí la discrecionalidad de su criterio. [26] Raúl Asensio. Señores del pasado. Arqueólogos, museos y huaqueros en el Perú. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2018. [27] Christian Mesia-Montenegro, “Julio C. Tello. Teoría y práctica en la Arqueología Andina”, Arqueología y Sociedad, nro. 17, 2006. Pp. 156. [28] Klarén Op. cit. 2012. [29] De Silva se presentó en el Teatro Forero a su regreso de España en enero de 1925. [30] Utilizo como base el artículo de Gerárd Borrás titulado ¿Cómo romper fronteras? El renacer de la fiesta de Amancaes bajo el régimen de Augusto B. Leguía (1919 – 1930) (s.f) [31] Luego llamada marinera. Ver la completa investigación de Rodrigo Chocano: ¿Habrá jarana en el cielo? Tradición y cambio en la marinera limeña. Lima: Ministerio de Cultura del Perú, 2012. [32] Op. cit. Pp. 142. [33] José María Arguedas “El monstruoso contrasentido”. El Comercio, suplemento El Dominical, 30 de junio, 1968. [34] Marta Ortiz Canseco. Poesía peruana 1921 – 1931. Vanguardia + Indigenismo + Tradición. Lima: Sur, 2013. [35] José Carlos Mariátegui. 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana. Lima: Editorial Amauta, 1972; Carlos Franco. Del marxismo eurocéntrico al marxismo latinoamericano. Lima: Cedep, 1981. [36] Julio Mendívil. “Lima es muchas Limas. Primeras reflexiones para una cartografía musical de Lima” en Música popular y sociedad en el Perú Contemporáneo. Raúl R. Romero editor. Lima: Instituto de Etnomusicología, 2015. Pp. 27. [37] Carlos Oquendo de Amat. 5 metros de poemas. Lima: Fondo Editorial de la Universidad Ricardo Palma, 2018 [1927]; Magda Mortal. El nuevo poema y su orientación hacia una estética económica. México D.F: Ediciones Apra, 1928; Gerárd Borras. Lima, el vals y la canción criolla (1900 – 1936). Lima: IFEA, 2012. [38] Fernando de Trazegnies. La idea del derecho en el Perú Republicano del siglo XIX. Lima: Grijley, 2018. [39] Klarén. Op.cit. 2012. Pp. 329. [40] Fernando Villegas “El Pabellón Peruano en la Exposición Iberoamericana de Sevilla”, Anales del Museo de América XXIII (2015) Pp. 143 – 183. [41] Marty Ames en El Oncenio de Leguía a través de sus elementos básicos (1919 – 1930) Pp. 134. [42] Klarén Op. cit. 2012. [43] Si bien Adán pronunció esta frase al enterarse del golpe de Odría a Bustamante y Rivero, esta hace alusión a la tradición golpista tan característica de la historia política peruana, de modo que es plausible que funcione también en este caso.
Comments