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Pop vs popular: sobre dos exposiciones recientes

Martín Guerra Muente


El 2023 fue el año del regreso a la “normalidad”, después de lo que significó la transformación de la vida generada por la terrible pandemia que azotó al mundo. Y lo que en algún momento se llamó nueva normalidad, y que llegaba acompañada del secreto deseo de que las cosas no vuelvan a ser iguales, en el Perú no solo no significó nada nuevo, sino más bien un retroceso respecto de lo ya existente. Ahora vivimos en un estado permanente de crisis, paralizados por la indolencia y el miedo. Este panorama se repite en todos los ámbitos de la vida, y el mundo del arte contemporáneo no es, por cierto, la excepción. En este campo, al igual que en la vida política, todo volvió a ser igual y muchas cosas empeoraron: la gestión corporativa del arte terminó no solo por destruir la educación privada del arte (la compra de las dos únicas escuelas de arte privadas de Lima por la corporación Intercorp), sino también de borrar los fronteras que separan los gestos éticos de los que no lo son. La promoción de carreras artísticas, individualismo salvaje de por medio, se ha convertido en nuestro medio en un muestrario del todo vale: ceguera moral, sumisión, frivolidad, conservadurismo, etc. Ahora bien, ¿es todo tan malo? Seguro que no. Siempre habrá algo que trate de escapar de ese consenso perverso, aunque siempre sea lo más escaso. En esta reseña, sin embargo, quiero hablar de dos exposiciones recientes de dos artistas que, de una manera u otra, representan al arte emergente de la ciudad, y que conectan con el mundo material de lo sensible y lo estético. Y aunque las dos artistas se mueven en el elitista sistema de galerías de arte contemporáneo, que podríamos definir como uno de esos ecosistemas que no ha cambiado nada, nos ayudan a acercarnos al cambiante mundo de las economías afectivas de nuestro tiempo.


Las dos exposiciones nos remiten a la relación entre cultura pop, cultura popular y alienación. En ambos casos, los sueños y deseos de las clases populares se traducen en expresiones materiales y estéticas. Ambas, también, pueden ser explicadas desde una variante latinoamericana de lo kitsch: una estética asociada al mal gusto de los sectores bajos que imitarían, sin éxito, la moda de la alta burguesía. Pero también a lo frívolo y cursi. ¿Qué caracteriza a esa variante de lo kitsch latinoamericano? Tal vez lo más representativo de este fenómeno provenga del universo de las telenovelas que tuvieron su apogeo entre los años 70, 80 y 90, con esa sensiblería característica y su exploración de cierto romanticismo popular; así como la presentación edulcorada de las diferencias de clases y la pasión como un motor de movilización social. Una tradición que cierta literatura va a reelaborar como parte de una sensibilidad latinoamericana: aquí tenemos a escritores como el argentino Manuel Puig, la poesía neobarrosa de Perlonguer e incluso la literatura camp del escritor chileno Pedro Lemebel. En este caso el camp –como lo definió Sontag– es una suerte de afirmación del mal gusto, una preocupación desmedida por el artificio y lo estético. Aquí los personajes desafían las convenciones a través del exceso y la teatralidad como forma de vida. No es mi intención definir aquí lo que implica el camp latinoamericano pero estas ideas podrían ayudar a entender cierta sensibilidad empapada de cultura de masas y abigarramiento popular.[1] 



No vuelvas dejarme vivir nunca sin ti amor, vistas de sala, Galeria Livia Benavides 80m2, Lima, 2023. Foto: Juan Pablo Murrugarra. Cortesía de Juan Pablo Murrugarra y de la artista




Esas podríamos ser nosotras VIII, cera de abeja, parafina, papel sulfatado, base acrílica, 63cm x 20cm x 5cm, 2023. Foto: Juan Pablo Murrugarra. Cortesía de Juan Pablo Murrugarra y de la artista



No vuelvas a dejarme vivir nunca sin ti, amor, cera de abeja, parafina, papel sulfatado, armella de metal, 220cm x 20 cm x 7cm, 2023. Foto: Juan Pablo Murrugarra. Cortesía de Juan Pablo Murrugarra y de la artista



La última exposición de la artista Marisabel Arias del 2023 en la galería 80m2 Livia Benavides, No vuelvas a dejarme vivir nunca sin tu amor, se movía entre estas coordenadas: lo cursi, la pasión naive, lo cute, lo kitsch y lo camp. Ya desde sus primeros trabajos, Marisabel escudriña el amor como una pasión enloquecedora. Obsesionada por las escenas más pasionales del cine (incluida la escena de El Desprecio de Jean Luc Godard donde Brigitte Bardot, desnuda, interroga a Michelle Piccoli sobre el deseo y el amor, mientras el director francés alterna las emociones con filtros de colores que van del azul al rojo), su repertorio incluye cadenas, corazones, frases cursis, cartas de amor, etc. Un imaginario del amor digno de Corín Tellado o de La rosa de Guadalupe. Sin embargo, en esta última exposición, Marisabel propuso una lectura bastante novedosa de este canon latinoamericano del kitsch. Y digo novedosa porque, en medio de la habitación de paredes lilas y colores chillones, nos encontrábamos con un paisaje que se desplazaba hacia lo gótico. Pedestales de plásticos que mostraban unos engendros de corazones y fierros retorcidos o derretidos, hechos de cera y que más se parecían a tentáculos de aliens emergiendo de la superficie. Al kitsch tropical de sus referencias novelescas, esa suerte de camp o de poética de clase que alimentó las almas confundidas y torturadas de las clases medias y bajas de Latinoamérica, la artista le infunde una mirada menos complaciente. O cargada de un espíritu oscuro. Como si a esa tradición latinoamericana del kitsch le faltara la relectura contemporánea que hacen algunas escritoras mujeres que usan el horror y lo gótico como recurso para narrar la situación social y política en Latinoamérica (aquí me refiero a las escritoras argentinas Samantha Schweblin y Mariana Enríquez). El nuevo kitsch latinoamericano ya no solo es imperfecto, de la manera en que lo fue por su exceso de cursilería o su ingenua mirada a lo social, sino también siniestro. En el caso concreto de esta exposición, una adaptación limeña y gay, y por tanto más perturbadora, a esa tradición caracterizada por el clisé y el estereotipo. 


La otra exposición de la quiero hablar es Despertar el pulso, de la artista Jimena Chávez Delion, que se llevó a cabo entre octubre y diciembre de 2023 en la casa Eguren en Barranco (en este caso como parte del proyectoamil). La muestra abordaba la realidad de las trabajadoras migrantes precarizadas que se dedican a pintar suelas de zapatillas en un centro comercial del Centro de Lima. En diferentes habitaciones y a través de diferentes piezas, la artista proponía un recorrido que iba de los objetos producidos a la subjetividad de las trabajadoras. Desde esculturas hechas con las mismas suelas de goma con la que trabajan las mujeres, hasta paneles donde colgaban objetos que aludirían a la levedad o a la coquetería de las trabajadoras, así como una superficie alargada que mostraría en vidrio las notas de pedidos de las zapatillas a pintar y que se parecía a una línea de montaje. En otra de las habitaciones, un video con los testimonios de las trabajadoras que relataban la angustia de esas jornadas de trabajo alienante. Al final del recorrido, algo parecido a una atmósfera onírica nos hablaría, de manera muy metafórica, de la persistencia de los sueños. El trabajo, como menciona la curadora Giselle Girón, busca proponer algo parecido a una utopía del sueño y la emancipación. 



Despertar el pulso, vista de sala, proyectoamil, Lima, 2023. Foto: Juan Pablo Murrugarra. Cortesía de la artista



Despertar el pulso, video, 19'40", 2023. Foto: Juan Pablo Murrugarra. Cortesía de la artista



Despertar el pulso, vista de sala, proyectoamil, Lima, 2023. Foto: Juan Pablo Murrugarra. Cortesía de la artista



Encontrar mi pulso, dibujos en tinta, tempera y grafito sobre papel de algodón sobre goma EVA, 2023. Foto: Juan Pablo Murrugarra. Cortesía de la artista



Sin embargo, la exposición deja algunas interrogantes sobre la autoridad de la artista para hablar de los sueños de las trabajadoras precarias, así como de las formas que elige para abordar la problemática del taller clandestino. Y aunque no pretendo adentrarme en el debate sobre la autoridad de los artistas para hablar sobre lo que les plazca, existen algunos consensos sobre el tema: partiendo de la premisa de que hablar por otros no solo es indigno (Craig Owens) sino que a estas alturas es inapropiado. Y que, en todo caso, hacerlo debería demandar otro tipo de responsabilidad, así como de rigor y de conciencia del lugar desde donde se habla. Tal vez por ello es que aquí la sensibilidad de clase se nos presenta como una distopía fordista: destacando las formas más asépticas del trabajo manual en detrimento del hedonismo y la sensualidad populares. Y tal vez eso sea lo más paradójico, tomando en cuenta que nos está hablando de los sueños de trabajadoras migrantes y precarizadas en un entorno comercial caracterizado por el abigarramiento.[2] El mundo de la diáspora laboral latinoamericana es el del desplazamiento y la reelaboración de estéticas populares, de mundos en disputa que se mueven entre el cansancio y la ilusión. En el caso concreto de las trabajadoras a las que se hace referencia, hablamos, en la mayoría de casos, de trabajadoras venezolanas a las que se les ha borrado esa condición. El trabajo precario e informal que hacen estas mujeres representa, probablemente, una de las variantes más importantes de las migraciones económicas: el trabajo femenino. Como en su momento, la migración del campo a la ciudad o la migración peruana a otros países, los circuitos transnacionales de trabajo, sobre todo femenino, van produciendo su propia estética de evasión, resistencia e impugnación de lo hegemónico.


Antes de terminar esta breve reseña me gustaría mencionar que ambas artistas tienen propuestas interesantes en sus todavía cortas carreras. Sin embargo, el trabajo de Marisabel Arias lo conozco mucho más de cerca por haber sido mi alumna mucho tiempo y porque me interesan los temas y el recorrido que está siguiendo. El de Jimena Chávez, en cambio, es un trabajo que recién estoy mirando con atención y que, en definitiva, tiene mucho que decir sobre la materialidad de ciertas dinámicas contemporáneas. El problema aparece cuando se abordan temas muchos más complejos, como el valor del trabajo y el horizonte de emancipación, sin necesariamente profundizar en una serie de cuestiones que tienen que ver con la clase y la ideología que se pone en juego. Es decir, sin mostrar, concretamente, las implicancias del trabajo asalariado precario en condiciones de migración. Por eso las piezas que me resultan más interesantes son las que pertenecen a la serie Encontrar mi pulso, donde la artista garabatea formas abstractas que nos hacen pensar en la distancia que existe entre trabajo artístico y trabajo asalariado. Aquí es donde la artista consigue friccionar esos dos lugares –el del trabajo artístico y el del asalariado– como dos formas muy distintas de producción material y estética. 




 

[1] Sontag, Susan. “Notas sobre lo camp”. En Contra la interpretación. Barcelona: Seix Barral, 1984, p. 303-321.


[2] Verónica Gago ha escrito un libro sobre la relación entre el trabajo precario migrante y el barroco: La razón liberal. Economías barrocas y pragmática popular. Buenos Aires: Tinta limón, 2014.


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